Del buen salvaje

Guillermo Hinestrosa

El mito es antiguo y consiste en la creencia de que los hombres nacen buenos y la sociedad los corrompe. Que en su estado primitivo todas las sociedades fueron virtuosas, confiables y ha sido el proceso civilizador el que las contaminó.
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Una concepción opuesta a la tradición judeocristiana del pecado original, según la cual nacemos malos, con tendencia al egoísmo y solo un renacimiento espiritual, un despertar a la fe verdadera puede salvarnos. Su propagador fue el filósofo francés Jean Jaques Rousseau, autor también de la teoría del Contrato Social, sustento del régimen republicano que fija límites tanto a la libertad individual como al poder del Estado, mediante la adopción de una constitución política.

El mito de “el buen salvaje” se expandió en una Europa agobiada por las guerras de liberación en sus antiguas colonias. Un ejemplo más contemporáneo es el “Che” Guevara, símbolo del revolucionario altruista, cuyo ejemplo siguieron algunos estudiantes latinoamericanos sublevados contra los regímenes militares que vieron en los Derechos Humanos y las Garantías Democráticas una amenaza a la sobrevivencia del capitalismo. Tal inspiración desconoció el comprobado prontuario homofóbico, totalitario y asesino del guerrillero argentino. 

Paradójicamente, fue en Colombia, un país sin tales dictaduras, donde pelecharon las guerrillas. Suplantaron al Estado en las zonas rurales, donde se volvieron autoridad, impartieron justicia e impusieron su economía y régimen criminal. Acciones que develaron al mundo su verdadero rostro. Es el estigma que carga Gustavo Petro, exponente tardío de ese fervor romántico y fallido que no ha cesado y que no han podido acabar las numerosas amnistías, indultos ni los inacabables procesos de paz que se prometen cada cuatro años. Quizá sea injusto, pues judicialmente no estuvo imputado de crímenes de lesa humanidad, pero media opinión pública, víctima de la violencia guerrillera, no perdona ese tipo procesos, generosos con los victimarios y mezquinos con los inocentes.  

Y es que este inacabable conflicto hizo germinar otra perversa narrativa de “buen salvaje”: las autodefensas. Bastó con que un puñado de “empresarios” compraran a precio de huevo algunas fincas y las llenaran de ejércitos privados para que a sangre y fuego replegaran los extorsionistas a las montañas, posibilitando de nuevo el comercio, la actividad agropecuaria, la libre circulación de personas y mercancías. También conformando una inmensa base social que sustenta hoy la criminalidad en inmensas zonas del país sujetas al nuevo opresor.  

Entre tanto, nuestros jóvenes gobernantes ensayan la aplicación de una exótica (y antigua) teoría según la cual “cuando los individuos persiguen la satisfacción de sus propios deseos vanos e insaciables, sin querer, como si fueran guiados por una mano invisible, benefician a la sociedad en su conjunto”. Un Estado mínimo en el que hasta la seguridad debe correr por cuenta del ciudadano, debidamente armado. Egoísmo Ético, la llaman algunos de los libertarios que hicieron campaña por el Centro democrático al Congreso. Una fractura a las estructuras de nuestro Contrato Social.

He ahí la explicación del temor que despierta, en la otra mitad del país, la inacción ante la némesis de la guerrilla: el paramilitarismo. Quizá por eso pasó a segunda vuelta el “despotismo no ilustrado”, que encarna Rodolfo Hernández. 

¡Que Dios nos coja confesados el 19 de junio!

 

GUILLERMO HINESTROSA

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