Una historia ficticia

Guillermo Pérez Flórez

Supongamos que en un pueblo ocurre una catástrofe natural, digamos que un tsunami. Una gran cantidad de viviendas quedaron destruidas, igual que las tiendas y las cuatro fábricas que había.
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La mayoría se queda sin empleo, y quienes vivían de oficios modestos como la zapatería, cortar el pelo, la carpintería, el aseo o la venta ambulante, de un día para otro, no tiene con qué comer. El pequeño hospital no da abasto para atender los heridos, hay decenas de cadáveres en las calles, y el alcalde de pueblo, con la camándula en una mano y una imagen de la virgen en la otra, ordena que la gente no salga de sus casas para evitar una epidemia.

Nunca había sucedido esto, y nadie sabe qué hacer. Los niños lloran de hambre, los jóvenes se sienten enjaulados y a los ancianos los consume la tristeza. La angustia y la incertidumbre se apodera de todos. Bueno, no de todos, unos cuantos sienten que mientras muchos solo ven problemas, ellos que son más inteligentes y listos ven oportunidades. Algunos proveedores, por ejemplo, entienden que no ha existido mejor ocasión para incrementar sus ventas, así que en alianza con funcionarios venales le venden al municipio mercados congruos con sobre costos. Los ciudadanos están aturdidos, y lo único que pueden hacer, los más necesitados, es recibir las migajas. Algunos otros, los más ilustrados, sabedores de qué está sucediendo prefieren guardar silencio en aras de la prudencia y la concordia.

El pueblo es rico, pero sus habitantes pobres. El 80% ganaba menos de dos salarios mínimos, aunque según los indicadores oficiales, hay muchos de “clase media”, pues ganaban más de trescientos mil pesos al mes. Unos comienzan a inquietarse y a exigir soluciones, hay quienes piden que se contraten préstamos para atender la emergencia y darles dinero a los necesitados, el pueblo tiene fama de buen pagador pues nunca ha incumplido con los pagos, pese al mal estado de los puestos de salud, las escuelas y los caminos rurales.

Hay quienes se oponen a esto, por considerar que podría volver a las personas unas “mantenidas”. Tienen que reinventarse. El problema es que para ello se necesita dinero, y el único rico del pueblo se niega a prestarlo a quienes no pueden garantizar el pago. El alcalde inclusive se ha arriesgado a decirle a Don Luis, así se llama el hombre, que el municipio avala hasta el 90% del crédito, pero ni así, éste dice que eso es riesgoso y no afloja.

Muchos necesitan sal y no se consigue. En el pueblo solo hay una persona que la vende, y siente que ésta es una oportunidad, entonces decide acapararla y subirle al precio. Alguien, lo denuncia y la fiscalía allana sus depósitos repletos de sal. “Don Manuel, usted puede ir a la cárcel por acaparador”, le dice uno de los oficiales. “¿No sabe usted que la sal es un producto de primera necesidad?”. “¿De primera necesidad? El crédito también y a don Luis nadie le dice nada”. “¡Ah! Eso es diferente. Él es el dueño del pueblo, no sea igualado”. De repente comenzó a sonar una sirena, un voraz incendio había comenzado.

GUILLERMO PÉREZ FLÓREZ

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