Decisiones contra los principios

José Gregorio Hernández

Para que las instituciones se enmarquen en el concepto del Estado Social y Democrático de Derecho -se supone que Colombia lo es- resulta indispensable que, en el ejercicio de las funciones públicas -cada rama y órgano del poder público en su campo respectivo- sean observados, respetados y aplicados los principios constitucionales, sin esguinces ni tretas. De lo contrario, todo el orden jurídico se desmorona por su base, en cuanto la Constitución pasa a convertirse en formulación teórica, formal, lejana de la realidad.

Hemos observado que, en las últimas actuaciones de varios órganos, se ha perdido de vista o se ha incumplido la Constitución. Se la ha dejado como conjunto inane de postulados y disposiciones que, de labios hacia fuera, se proclama y se dice realizar, aunque en realidad es contrariado y burlado, usando el ropaje sofístico de argumentos ingeniosos pero inválidos.

Así por ejemplo, se confundió el valor constitucional de la paz con un voluminoso documento que, pese a muchas de sus cláusulas contrarias a la Constitución, se tuvo como perfecto, señalando a sus críticos como enemigos de la paz.

El Congreso, a ciencia y paciencia del máximo órgano judicial encargado de la defensa de los valores constitucionales, modificó la Constitución en materia de poder de reforma y de legislación (Acto Legislativo 1 de 2016), emasculando su propia función, sustituyendo y haciendo insignificantes los requisitos que él mismo -como poder constituido- estaba obligado a cumplir en el ejercicio de aquéllas competencias, y trasladando, además, al Presidente de la República una facultades legislativas imprecisas y abiertas, contra reiterada jurisprudencia constitucional.

La Corte Constitucional, por su parte, contradijo su doctrina sobre los límites competenciales del poder de reforma, flexibilizó al máximo lo que en la Constitución era rígido y también flexibilizó los criterios de control constitucional aplicados por años. Y, como si fuera poco, permitió que el Congreso, sin facultad expresa en la Constitución, hiciera las veces del pueblo en ejercicio de un mecanismo de refrendación popular que el mencionado Acto Legislativo exigió para su entrada en vigencia.

Aunque el Acuerdo Final con las Farc, firmado en Cartagena el 26 de septiembre y rechazado por el pueblo en el plebiscito del 2 de octubre, fue reemplazado por un segundo Acuerdo -firmado en Bogotá el 24 de noviembre y supuestamente “refrendado” por el Congreso-, y cuyo desarrollo e implementación ya habían comenzado, a mediados de diciembre, una Magistrada del Consejo de Estado admitió demanda contra los resultados de dicho plebiscito, sin tener competencia –porque ella corresponde exclusivamente a la Corte Constitucional (Art. 241-3 C.Pol.)- y prejuzgó, anunciando prácticamente la nulidad y el contenido de la sentencia -aún no dictada por la Sala-, dando por hecho que todos los ciudadanos que optaron por el NO votaron engañados por los dichos de los promotores. Se abstuvo de aludir al caso de los votantes por el SÍ, a cuyo respecto se presentaron similares conductas de los promotores.

Acerca de esta decisión, cabe preguntar si, aun suponiendo la competencia del Consejo de Estado, esa corporación podría anular -con tan discutibles argumentos- los resultados del plebiscito y decir SÍ allí donde el pueblo dijo NO. Y si, en caso de ser declarada la nulidad del plebiscito, habría que convocar otro plebiscito para votar por o contra un Acuerdo que ya no está vigente porque ha sido reemplazado por otro. Y si, en ese evento, carecería de validez todo lo hecho sobre la base del triunfo del NO el 2 de octubre. Es evidente que nada de esto convendría al proceso de paz, que confundiría más al pueblo y que, por sustracción de materia, el fallo tendría que ser inhibitorio. 

Todo esto ha pasado porque no se han respetado los principios. 

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