Reformar la justicia, pero sin improvisar

José Gregorio Hernández

El grado de corrupción que se ha puesto en evidencia por causa de las actuaciones ilícitas -hoy investigadas- de magistrados, exmagistrados, jueces y fiscales, hará mucho daño a la democracia y a la organización política, pues, ahora en cuanto a la rama judicial, se han perdido factores esenciales para la supervivencia del sistema democrático y del Estado de Derecho -la credibilidad y la confianza pública, nada menos-, como ya desde hace tiempo se habían perdido en los casos de las ramas legislativa y ejecutiva. Estas últimas porque, además de otros motivos, eso de desobedecer el mandato popular -ignorando los resultados de un plebiscito-, o de exceder la órbita de competencia del Congreso para, por fuera de ella, sustituir de modo abusivo al constituyente primario en la refrendación de acuerdos de paz, no son actuaciones encomiables, ni leales, ni actos de poder que perdone el pueblo.

En cuanto a la justicia, duele mucho que individuos a quienes el sistema jurídico distinguió y honró al llevarlos a la cúspide hayan pisoteado su investidura. De allí que, en nuestro criterio, quienes, habiendo sido jueces o magistrados, sean hallados responsables y condenados por delitos como los que ahora se denuncian, deban ser despojados -así sea de manera simbólica- del título y de la toga, por indignos.

No obstante, mal haríamos en estimular la confusión entre los actos de funcionarios inmorales y las instituciones judiciales en sí mismas. Por el contrario, es del caso recomendar prudencia -desde luego, sin perjuicio de la investigación plena, profunda y pronta de los hechos, para aplicar las pertinentes y más fuertes sanciones a los delincuentes- y pedir a los órganos estatales, a los medios de comunicación y a la ciudadanía que preserven, ante todo, la intangibilidad y respetabilidad de las instituciones en cuanto tales, que no deben ser sacrificadas por causa de algunos de sus transitorios integrantes y representantes. Que paguen los corruptos, sin contemplaciones, pues la impunidad es inaceptable, pero que logremos sacar a flote a las instituciones democráticas que durante más de dos siglos hemos configurado y estructurado.

Eso no quiere decir que las normas vigentes sean o deban ser irreformables. Aunque no son ellas las culpables del abuso y la indelicadeza de unos de sus miembros -en mal momento elegidos o designados-, lo cierto es que, habida cuenta de la manipulación y del ilícito aprovechamiento del sistema vigente, resulta imperativo replantear muchos elementos del sistema. Debe ser revisado integralmente, de modo que en verdad garantice la total independencia de la rama judicial y elimine las posibilidades de acceso a los altos cargos merced a la politiquería, la mendicidad electorera y los compromisos, restableciendo la importancia de las hojas de vida limpias, la sólida formación jurídica, el conocimiento, la impecable trayectoria judicial, como criterios de selección. Y establecer un órgano superior, del más alto nivel, que investigue y juzgue a los aforados.

Pero nada de eso se puede improvisar, ni tramitar por la vía del “Fast track”. Merece estudio, debate y buen juicio, ante el país y por una corporación distinta del Congreso, cuyos miembros sean elegidos por voto popular. Sin riesgos de que, cuanto se apruebe sea declarado inexequible, como ya ocurrió.

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