La protesta y su abuso

José Gregorio Hernández

Durante la semana que termina, en varios lugares del país –particularmente en Bogotá- conductores informales iniciaron una protesta contra las autoridades de tránsito por la aplicación de las normas legales vigentes, según las cuales la reincidencia en las infracciones es sancionada con la suspensión o cancelación definitiva de la licencia de conducción.

Como lo expresamos en columna radial, desde el comienzo nos pareció equivocado el procedimiento escogido por los organizadores de las marchas, pues en el sistema jurídico existen vías para poner en tela de juicio la validez de las normas ante los tribunales y para reivindicar los derechos si son violados en casos particulares mediante actos administrativos sancionatorios. De hecho, sabemos que una abogada ha presentado demanda de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional contra las disposiciones legales pertinentes. Pero si, en gracia de la discusión, la protesta hubiese sido la vía para pedir la modificación o derogación de las normas, ella ha debido desarrollarse en forma pacífica, como lo prevé la Constitución. No fue así, y, por el contrario, las marchas degeneraron en inaceptable perturbación del orden público.

A la protesta de los conductores se unió la de estudiantes de universidades públicas, como la Distrital de Bogotá y la Pedagógica, quienes –apoyados por universidades privadas como la Javeriana- denunciaban problemas de corrupción en el interior de las mismas. En algunas de estas marchas surgió la innecesaria y reprochable violencia, como desplegada en las proximidades de la Universidad Pedagógica.

La violencia, el abuso, el bloqueo de vías, el perjuicio a la comunidad, la amenaza y la agresión contra los ciudadanos, la destrucción y la obstrucción... no hacen parte de la libertad de expresión, ni de la libertad de reunión, ni del derecho a la protesta, garantizados en la Constitución y en los Tratados Internacionales. Por el contrario, desacreditan y perjudican cualquier movimiento.

Las garantías institucionales y la protección recaen sobre el ejercicio válido y lícito de los derechos, no sobre su abuso.

Como resulta del artículo 95 de la Constitución, todo derecho tiene por contrapartida los deberes y las responsabilidades. Toda persona tiene los derechos, asegurados por las normas y las autoridades, pero sobre la base de que los ejerza sin romper el orden jurídico, sin vulnerar los derechos de los demás, sin perturbar el orden público, sin dañar los bienes públicos o privados, sin violencia, dentro de criterios razonables y con el debido respeto a la sociedad.

Desde luego, las autoridades de policía tienen que reaccionar ante la violencia y capturar a quienes la provocan y practican. Pero a su vez no pueden incurrir en el uso indebido, desmedido y excesivo de la fuerza, como infortunadamente ocurrió en Bogotá, cuando las fuerzas policiales invadieron los predios de la Universidad Javeriana y atacaron con gases a estudiantes pacíficos e incluso al Hospital San Ignacio.

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