No a la protesta violenta

José Gregorio Hernández

El Estado, al tenor de la Constitución (artículo 5), reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona. Entre ellos: el artículo 20 garantiza la libre expresión del pensamiento y opiniones; de conformidad con el 37, toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse públicamente -y, por tanto, protestar, criticar, reclamar, proponer o respaldar-, y únicamente la ley goza de competencia para prever restricciones y establecer los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de estos derechos.
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Entonces, son fundamentales los derechos de todas las personas a expresar descontento, a reunirse para manifestarlo, y a protestar. Son inherentes a la democracia. Ni siquiera durante los estados de excepción es viable impedirlos, obstruirlos o sancionarlos. Deben ser protegidos por el Estado.

Pero la Constitución exige que sean ejercidos de manera pacífica. Lo cual significa -no sería necesario repetirlo, pero hay quienes no lo entienden- que el derecho a la protesta no comprende la violencia y que, a la luz de nuestro ordenamiento, no puede ser invocado para delinquir. La protesta no legitima la violencia, ni el delito. So pretexto de ella, por justos y encomiables que sean los motivos, no es válido atentar contra la vida o la integridad de las personas, alterar el orden público, destruir los bienes públicos o privados, ni agredir a las autoridades.

El Estado, por su parte, ha de garantizar que quienes protestan pacíficamente puedan hacerlo, y, a la vez, debe evitar y contrarrestar acciones violentas o hechos punibles que tengan lugar so pretexto del derecho. Y, claro está, quienes incurren en tales conductas deben ser capturados, llevados ante la autoridad judicial, procesados y sancionados.

Según la Constitución (artículo 218), la Policía nacional, como cuerpo armado permanente de naturaleza civil, tiene como fin primordial “el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas”, y le corresponde “asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz”.

El presidente de la República tiene a su cargo (art. 189-4) conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado, y los alcaldes -quienes son la primera autoridad de policía en sus respectivos municipios o distritos- tienen sobre sus hombros la primordial tarea de conservar el orden público en su jurisdicción (art. 315 de la Carta).

En estos días, particularmente en Bogotá -aunque también ocurre en otras ciudades- se han visto hechos insólitos, a ciencia y paciencia de las autoridades. Así, invocando un supuesto derecho al aborto, grupos de mujeres enmascaradas intentan incendiar la Catedral de Bogotá; indígenas, protestando por incumplimientos del Gobierno distrital, casi matan a golpes a varios policías, entre ellos a una joven agente; por desacuerdos con actuaciones de la Fiscalía, grupos violentos atacan su sede en Bogotá.

El caso más reciente: una jovencita de 17 años es atacada sexualmente en una estación de Transmilenio -hecho abominable que ha debido dar lugar a la captura y judicialización del criminal-. Como respuesta, grupos de mujeres encapuchadas protestan con violencia y destruyen vehículos y estaciones del servicio público de transporte, causando daño al patrimonio de la ciudad y perjudicando a miles de personas.

No podemos normalizar la violencia como forma de protesta. Los derechos no se invocan mediante el delito.

JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ

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