¿Quién atacó?

Juan Carlos Aguiar

La imagen no podría ser más representativa de lo que es Colombia por estos días. Dos hombres enganchados en una pelea, defendiendo el orgullo macho de sus bandos. Parecen jóvenes y dan ligeros brincos, como boxeadores sobre un cuadrilátero, mientras los movimientos de sus manos amenazan con atacar al otro, pero no se deciden.
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Protegen sus rostros con máscaras o tapabocas pues se pueden ir a los puños, pero no olvidan que estamos en medio de una pandemia. Varios de los presentes graban los insultos de lado y lado, hasta que una mujer detiene a uno de ellos repitiendo “esto no es así, esto no es así”. 

Cuando ella los separa, uno de ellos camina hacia una costosa camioneta, y como el protagonista de una película de mafiosos señala con un dedo a una persona que allí espera y le dice: “páseme la pistola”. Hasta podríamos reírnos si no fuera peligroso. Mientras él pide el arma, el segundo pregunta, a los gritos: ¿quién atacó, quién atacó, quién atacó?, como si con sus alaridos con ínfulas de dignidad borrara que pudo ser él, cuando de la nada llegó a desafiar a los integrantes de una manifestación, quizás absurda pero pacífica, diciéndoles en voz alta y burlona: “¡Esto solo pasa en Colombia, la gente apoyando un paraco!”.

Esta repudiable situación que ocurrió en la Carrera Séptima con Calle 72, en el corazón financiero de Bogotá, no sería más que una radiografía caricaturesca de nuestra realidad, de no ser porque de haber recibido la pistola, aquel individuo hubiera puesto muchas vidas en peligro. La zona estaba llena de manifestantes, transeúntes y también curiosos que se detuvieron a observar el bochornoso episodio. 

La protesta era una, de las caravanas que se realizaron en el país a favor del senador Álvaro Uribe, detenido por orden de la Corte Suprema de Justicia. Si Colombia estaba polarizada, dividida, con todo lo que ha sucedido en los últimos años, la medida judicial, aprobada y desaprobada casi por partes iguales, llegó para recordarnos que en el país seguimos siendo un Estado de Derecho y no un Estado de Opinión, en el que las leyes y sus dignatarios deben ser respetados como un poder independiente, así no estemos de acuerdo con sus decisiones.

Cuando parecía que teníamos el camino listo para abandonar más de cincuenta años de guerra con uno de los actores más peligrosos y beligerantes de nuestro sangriento conflicto, los colombianos encontramos mil y una excusas para aferrarnos al discurso violento que exacerba los ánimos, ya de por si caldeados, por la defensa de las extremas visiones de país que nos presentan los dos líderes más antagónicos que tenemos en la actualidad: Álvaro Uribe y Gustavo Petro. Lo lamentable es que estos representantes de la derecha y de la izquierda, en su particular tono populista, han ayudado a que nos encontremos en esta situación tan deplorable. 

Pero no son los únicos culpables. En Colombia todos tenemos algún grado de responsabilidad, bien sea por acción u omisión. Llevamos décadas aceptando, complacientes, una realidad que debimos acabar de raíz: la corrupción desmedida que desató desigualdades sociales inmensas e inaceptables; mantuvimos silenciosos una doble moral frente a los dineros calientes de la mafia; no supimos entender hechos históricos que nos alertaban sobre los capítulos dolorosos que se vendrían. Y ahora, finalmente, sin saber cómo, seguimos enfrascados en la misma división y sin darle respuesta a la pregunta que vociferó aquel muchacho en medio de la gresca callejera: ¿quién atacó? Me pregunto yo, ¿por qué? Porque realmente, no lo sabemos.

JUAN CARLOS AGUIAR

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