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El Nuevo Liberalismo que lideró Luis Carlos Galán nació para denunciar a los protagonistas y encubridores de la corrupción. Por eso mismo fue exterminado y con ese propósito renace hoy. Quienes queremos servirle al país tenemos la obligación de demostrar que no nos da miedo enfrentar la corrupción. Por eso lo primero, para devolverle la confianza a la gente, es decirles a los colombianos la verdad.
Los organismos de control, vigilancia e investigación han fracasado en la lucha contra la corrupción. El andamiaje institucional de la Procuraduría, la Contraloría y la Fiscalía le ha fallado al país. Con la excusa recurrente de que les falta personal y más poderes, han logrado que el gobierno y el Congreso les entreguen todo. ¿Y para qué han servido esos presupuestos billonarios, esas decenas de miles de funcionarios, esos poderes con frecuencia usados para fines políticos en vez de invertirlos en la lucha contra la impunidad? Para nada. Abren investigaciones paralelas que no terminan, cierran en una parte y condenan en otra; y los corruptos saltan felices de jurisdicción en jurisdicción buscando la que más convenga para quedar impunes.
La corrupción está montada sobre dinastías familiares que cuando uno de sus miembros eventualmente cae, es reemplazado por la esposa, el hermano, el primo. Quien termina en la cárcel se regocija al ver como su parentela perpetúa las redes mafiosas que los han nutrido por décadas. Es inconcebible pero la corrupción se ha vuelto un derecho hereditario.
Finalmente, el sector privado ha sido un actor pasivo y anónimo, un cómplice culposo más que un aliado en la lucha contra la corrupción. Los estudios de la Ocde y de Naciones Unidas indican que la permisividad empresarial, el mirar para otro lado, es un catalizador poderoso de los corruptos. Para cambiar las cosas, es necesario empezar por decirnos la verdad.
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