Leímos tanto a Julio

libardo Vargas Celemin

Mañana se cumplen 37 años de la muerte en París de Julio Cortázar, uno de los escritores que mayor impronta dejó en la juventud latinoamericana de la segunda mitad del siglo pasado.
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Perteneció a una época convulsa, pero propositiva que hizo del arte y la literatura una forma de acercamiento a la realidad, a partir de la magia y la experimentación con el lenguaje. Integró el fenómeno editorial llamado el Boom y junto con García Márquez, Carlos Fuentes y Vargas Llosa hicieron visible nuestra literatura en el contexto universal y rescataron de paso a otros escritores de gran valía.

Julio Cortázar, un hombre enorme, no solo por su estatura física, sino también intelectual, aportó una visión innovadora del significado de leer; del compromiso social del autor y de la lúdica como herramienta para la construcción de sus obras. Los primeros cuentos de Cortázar los leí con entusiasmo como lo que eran, pequeñas obras maestras que discurrían por una prosa normal, pero que de pronto saltaban al vacío de la fantasía, con conejos que salían de la boca del narrador de “Carta a una señorita en París” o el desespero de un hombre que, al ponerse un “pulóver”, queda atascado en él y da tumbos en el apartamento sin poder desengancharse y finalmente cae por la ventana del piso doce.

Recorrí durante varios años la obra del hombre que hizo de París su nueva patria y penetró en todos los vericuetos de la ciudad luz, para iluminar las vidas de muchos exiliados, traductores como él, amantes de la música y el arte en general, seres profundamente entretenidos con sus reflexiones y peripecias como “Un tal Lucas” o el conflicto interno que libra Johnny Carter, el músico, drogadicto y alcohólico, pero brillante intérprete del saxofón, que es perseguido por un periodista que intenta penetrar en la intimidad del artista para escribir su biografía.

Los personajes de Rayuela son irreverentes y paradigmáticos en una sociedad hedonista: Horacio Oliveira y la Maga Lucía, conforman una pareja profundamente contradictoria; Talita y Traveler, alter egos de los protagonistas; Morelli, un escritor ficticio que nadie conoce y de quien muchos hablan; y la presencia del “glíglico” como lenguaje artificial a partir de jitanjáforas (palabras inventadas sin sentido semántico, pero llena de sonoridades). Como lector he disfrutado con ese juego que propone Cortázar en Rayuela y he saltado siguiendo el tablero de direcciones, en busca del cielo esquivo de su comprensión.

 Al igual que el narrador de “Queremos tanto a Glenda” y su club de fans, también siento un gran apasionamiento por la obra de Cortázar y sé que muchos lo hacen en silencio recordando que ellos también han leído tanto a Julio que se suman a este modesto homenaje.   

LIBARDO VARGAS CELEMIN

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