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Para los occidentales resulta increíble que en pleno siglo XXI, existan estados que restrinjan los derechos civiles y se escuden en la religión para esclavizar a las mujeres, sometiéndolas a prohibiciones como la de no poder estudiar, ni salir a la calle con trajes normales y sin un hombre que responda por ellas. El burka (traje que cubre todo el cuerpo) es una afrenta a la libertad individual. El adulterio es castigado con la lapidación y las mujeres sufren múltiples humillaciones en público.
La hipocresía, que parece ser la esencia de la diplomacia estadounidense los ha llevado ahora a posar como víctimas y a solicitar la solidaridad de los “países amigos” para que alberguen, por algún tiempo, a sus servidores incondicionales que fueron sus servidores durante los veinte años que duró la invasión. Esta nueva diáspora de muchos afganos es producto de la doble moral con que siempre actúan los norteamericanos, pues llegaron en busca del terrorista Osama Bin Laden, lo asesinaron (Pakistán) y se quedaron en territorio afgano, porque necesitaban ese punto de gran importancia geopolítica, para su lucha contra los rusos, el invasor que le antecedió y, además, para establecer el control de la distribución de la droga, derivada del opio.
Los estadounidenses han sufrido otro golpe en su lucha intervencionista, quizá más dura que la del Vietnam. Sus cálculos le fallaron, porque hoy Afganistán continúa siendo el primer productor de opio en el mundo (85 %) y ahora exportador directo de la heroína que producen. Aunque los talibanes han planteado que van a acabar con su producción, nadie les cree porque la verdad es que, a pesar de su radicalismo moralista, prefieren la droga porque esta fue el sostén económico para su regreso al poder.
¿Hasta cuándo el pueblo afgano, va a tener que seguir consumiendo ese amargo coctel de las invasiones, el fundamentalismo religioso y el opio?
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