El amor viene del Norte

Rodrigo López Oviedo

Ya era hora. Al fin nos llega de Estados Unidos una noticia que merezca los elogios de la comunidad democrática internacional: en ninguno de los Estados de la Unión se podrá negar el derecho a que las parejas homosexuales protocolicen sus amores a través del matrimonio.

Aunque bien es cierto que esta decisión la votó la Corte Suprema mediante un estrecho margen (5 magistrados a favor, 4 en contra), ella representa un triunfo pleno para una comunidad que venía exigiéndola desde que cayó en la cuenta de estar siendo desconocida en su derecho a ser tratada con “igualdad ante la ley”. Por supuesto que una diferencia tan exigua en la votación no representa en aquel país problema alguno, a diferencia del nuestro en el que podría servir de argumento a los sectores más reaccionarios para no aceptarlo, o al menos para hacerle esguinces a su aplicación. Pese a esto, no puede haber desmayo entre nuestras lesbianas y gais en su justa lucha por un reconocimiento igual, pues cada vez son más pocos los Alejandro Ordoñez, y el poder retardatorio de la Iglesia no es el mismo de antes de declararse que Colombia es un país laico.

Ya las minorías Lgbti se vienen organizando; han dado sus peleas, han conquistado algunos derechos y han demostrado no ser enemigas de la familia, como de manera malintencionada lo pregonan algunos, no obstante ver que sus mismos miembros andan exigiendo que se les permita constituir las suyas, con los mismos derechos y obligaciones de cualquier pareja heterosexual.

Pero estas minorías, además de su lucha, requieren de nuestra solidaridad, además del reconocimiento pleno de que ellas no son enfermas ni anormales, tan solo distintas en sus gustos y orientaciones sexuales. Así como a ninguno de nosotros se nos dio la oportunidad de escoger los gustos que hoy tenemos, como tampoco nuestros amores, tampoco ellas escogieron los suyos, además de que no hay evidencia comprobada de que unos gustos sean mejores que otros.

Quienes se incomodan con estos reconocimientos deberían volver sus ojos a lo que ha sido la historia universal de la familia, recogida en obras como “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado” (de Federico Engels), en las que se presentan como normales, en tiempos anteriores a la aparición de la monogamia, relaciones intrafamiliares que harían palidecer incluso a los pederastas de hoy. Dado que alguna vez fueron normales los aparejamientos sexuales entre padres e hijas, madres e hijos, hermanos y hermanas, dejemos que quienes ningún mal hacen con los suyos los disfruten en paz, y que si quieren solemnizarlos mediante el matrimonio, puedan hacerlo.

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