El terrorismo imperial

Rodrigo López Oviedo

Donald Trump, con el cuento de que su decisión de reconocerle a Palestina el estatus de capital del Estado de Israel no compromete los límites geográficos y políticos actuales de esta ciudad, ha pretendido atenuar el rechazo que ha despertado la pavorosa política internacional que está adelantando desde cuando asumió el poder político en Estados Unidos. De ese rechazo han participado incluso sus socios más cercanos, que ven con preocupación el desarrollo de un nuevo y más grave levantamiento de los pueblos árabes, con imprevisibles consecuencias para el mercado petrolero.

No es para menos. Desde 1948, año en el que la Organización de Naciones Unidas acordó la partición de Palestina para dar cabida en la parte occidental de su territorio a la diáspora judía, que desde hacía muchos años venía reclamando un pedazo de tierra en el cual poder organizarse como Estado, el pueblo árabe venía manifestando sus reservas sobre esta decisión. Tales reservas alcanzaron un franco rechazo cuando el nuevo Estado comenzó a mostrar sus garras expansionistas, siempre en detrimento de los ya menguados intereses palestinos.

Los enfrentamientos judío-palestinos han estado sustentados, entonces, en esa particular circunstancia, agravada por el hecho de que los límites establecidos dejaron dividida también a Jerusalén, cuya parte occidental quedó en manos judías y la oriental en las de los palestinos. La fracción nacionalista del nuevo Estado interpretaría las decisiones de la ONU como una manifestación de debilidad, de la cual podría obtener mayores dividendos si actuaba con la debida energía y, sobre todo, si aprovechaba su ascendiente económico sobre algunas potencias del orbe, especialmente sobre Estados Unidos.

Por eso no resulta infundado creer, como creen muchos, que la actual decisión de Donald Trump de reconocer al estado sionista de Israel el derecho a tener su capital en Jerusalén no es una simple balandronada, como tantas otras de las que ha sido protagonista, sino el cumplimiento de un encargo recibido de los poderosos conglomerados judíos, que tan generosamente aportaron recursos a su campaña por la Presidencia.

De todas formas, lo anotado no puede dar pie para que liberemos al tío Donald de toda responsabilidad en el hecho, ni de que suspendamos la calificación de terrorista internacional de que ha venido haciéndose merecido acreedor desde el momento mismo en que se propuso acentuar el carácter imperial de su país y renovar de forma más franca ese destino manifiesto que siempre lo ha llevado a comportarse como el gran gendarme del mundo.

Por fortuna, los tradicionales aliados del imperio estadounidense no han querido entrar en esta nueva aventura. Antes bien, la han rechazado, como debe ser rechazada por todas las fuerzas democráticas del mundo.

Comentarios