De lealtades y deslealtades

Rodrigo López Oviedo

La lealtad es una virtud muy particular: quien la posee no es el que se beneficia de ella sino la persona o institución a la que va dirigida. En condiciones generales, la más razonable lealtad es la que debemos a nuestros padres. A ellos debemos nuestra vida, y apoyarlos es nuestro deber. Por ese mismo lado está también, aunque en menor grado, la lealtad a los demás familiares, amigos, camaradas y, en general, a cuantos hacen parte de nuestro más próximo círculo de allegados.

Pero hay también solidaridades que cuentan con mucha aceptación social sin que tengan mucha razón de ser. Tal es el caso de las solidaridades políticas fundadas en motivos de sangre: es que soy liberal porque mi familia es liberal; es que soy conservador porque mi familia es conservadora. Estas son solidaridades que, por supuesto, no le hacen ningún bien a nadie, salvo al partido correspondiente. Por el contrario, llevan al individuo a tomar decisiones que muy seguramente irán en su contra si se materializan en respaldos electorales de los que puedan sobrevenir decisiones contrarias al interés general.

Pero tampoco es aceptable la solidaridad que se funda en el interés personal, sobre todo si se ofrece a sabiendas de que el beneficiado la utilizará indebidamente. Este es el caso de la solidaridad con quien ofrece un puesto o un contrato a cambio de uno o más votos. El solidario bien sabe que su apoyo puede derivarle algún dividendo personal, pero también traducirse en daños a la comunidad, ya que el elegido podrá utilizar en su contra la cuota de poder que se haya ganado, gracias en parte a esa solidaridad.

Y así como hay lealtades, también hay deslealtades. Entre estas hay una especialmente abominable, la que se presenta cuando se abandonan los ideales y principios en aras de ascender en la escala jerárquica, política o social. Este tipo de deslealtades es muy fácil encontrarlo entre politiqueros sin escrúpulos que supeditan su permanencia en una colectividad o institución a las prebendas y canonjías que esta les ofrezca; de no ser satisfactorias, los desleales no tienen ningún inconveniente en emigrar a otras toldas.

Estas deslealtades tienen el agravante de poder estar acompañadas de la desvergüenza, pues el desleal, si cuenta con un poco de complicidad, puede retornar a su anterior partido. Omitiré todo ejemplo para que no se sienta aludido el vargasllerismo. Simplemente diré que no resulta ético despreciar la candidatura de un partido, por más desprestigiado que esté, para buscarla a través de firmas, y luego regresar a él en busca de los votos que le falten para saciar sus ansias de poder político.

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