La paz: definitivamente un trabajo para la educación

Manuel José Álvarez Didyme

¿En dónde puede estar el verdadero origen del clima de agresión y violencia que pese a los “acuerdos de paz” que se suscriben, no cesa, ni siquiera merma en la sociedad colombiana, ni aún en tiempos de pandemia, y cómo podría lograrse su reversión para superarlo, pero “de verdad, verdad”, y obtener por fin en el futuro, un sosiego real, estable y duradero?”.
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Inquietud de difícil respuesta en razón de la antigüedad de este ya endémico mal, por lo arraigado que se encuentra entre nosotros, al punto que a diario el ciudadano del común, se da o nos damos, “de manos a boca con él”, sin importar el contexto en el que nos encontremos.

Como lo percibe el peatón, al sufrir la permanente agresión de los conductores de motos, automóviles, taxis, buses o camiones cuando estos, desconociendo su derecho de locomoción, lo ponen en riesgo al violar la señal del semáforo o irrespetar el orden de prioridad establecido en las normas de circulación. Y por igual quien conduce un automotor, bien por parte de los restantes conductores o de los “de a pie”, que cruzan la vía como les place y por donde les provoca, transgrediendo retadoramente la luz roja de pare o ignorando de igual manera el uso de las “cebras” de cruce o de los puentes peatonales, donde los hay.

Y otro tanto puede ocurrir cuando se hace fila en el teatro, un ascensor, un cajero, o el supermercado, una droguería o la tienda del barrio: todos quieren adelantarse sin que les importe el orden de llegada, ni considerar la prelación que merecen los minusválidos, las mujeres, los niños, o los ancianos.

E incluso en los ascensores, cuando sus potenciales usuarios pretenden ingresar antes que usted haya logrado descender de él.

Al efecto y para desentrañar la etiología de tales procederes, valdría rememorar lo enseñado por Hipócrates a los galenos de su época, sobre el qué y el cómo indagar para hallar el origen de las enfermedades: “comenzar por preguntar ¿qué le pasa?, ¿desde cuándo?, y finalmente el, ¿a qué lo atribuye?”.

Y una vez respondidas las dos primeras interrogaciones, pasar a la última de ellas: ¿a que atribuirlo?, para encontrar la obvia respuesta que señala, -en este caso-, como innegable responsable de tal circunstancia y en grado superlativo, a la educación que de antaño se viene impartiendo entre nosotros, en cuanto no morigera, ni corrige, sino que recrea y mantiene tales comportamientos, posiblemente, porque están tan fuertemente enraizados en nuestra cultura, que los propios “educadores” los  reproducen sin percatarse de ello,  juzgándolos normales y adecuados.

Preocupante circunstancia, que hace rememorar el discurso de la conocida pedagoga italiana María Montessori ante el Congreso Europeo para la Paz en Bruselas, cuando aseveraba apenas concluyendo la segunda guerra mundial, en un contexto semejante al nuestro de hoy en el que apenas ha cesado el conflicto mayor: que “la construcción de la paz es un trabajo exclusivo de la educación”.

Ante lo cual debemos apresurarnos a responder con premura, ¿qué hacer para modificar el comportamiento de las generaciones porvenir, si de verdad se aspira a terminar y superar el clima de violencia y agresión que vive Colombia:

¡Educar, educar y educar!

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME

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