Una desacertada evocación de “La Novia de Ibagué”

Manuel José Álvarez Didyme

“Siquiera se murieron los abuelos sin sospechar el vergonzoso eclipse…” Jorge Robledo Ortiz.
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La menguada visión de nuestra actual regencia administrativa municipal, acompañada de un flaco y endeble conocimiento del bagaje cultural de nuestra ciudad por parte de la nueva generación de burócratas, -sobre todo de los encargados del manejo del área cultural-, ha llevado a desestimar nuestros máximos valores, como a Leonorcita Buenaventura Torres de Valencia, a través de un deficiente y mal elaborado mural pintado por un ignoto grafitero con pretensiones de artista, de aquella “niña de los dos océanos” como la llamó “el piedracielista”, también ibaguereño, Arturo Camacho Ramírez, cuando enamorado de ella y haciendo una poética referencia, vio el mar reflejado en los azules ojos de esta bella maestra en el arte de Euterpe en cuanto destacada pianista, integrante de los renombrados coro “Ciudad Musical” y de los Coros del Tolima, profesora de música de nuestra niñez por muchos años en el Conservatorio y prolífica compositora, fallecida en el mes de junio del 2007, cuyas obras como ‘Ibaguereña’, el porro ‘Ibagué’ y un ciento más de bambucos, pasillos y guabinas, constituyen hoy verdaderos himnos regionales, como nos lo recordó la ex-alcaldesa, Carmen Inés Cruz, en reciente escrito suyo en este diario.

Y es que, como el inatajable paso de los años así lo impone, nos tenemos que ver privados de personas valiosas, de aquellas que tanta importancia le dieron a Ibagué y al Tolima y con las que, en cercana comunión, la suerte nos brindó la oportunidad de disfrutar gratos momentos en este solar nativo, y casi que de forma imperceptible las hemos visto desaparecer como al rutinario paso de las hojas de un calendario en uso, en la certeza de que con ellas se pierden los irremplazables protagonistas de la valiosa historia de nuestra tierra; aquella en la que se destacaron la inteligencia, la pulcritud y el buen obrar de sus gentes, cualidades a las que Leonorcita añadió el generoso aporte de su espíritu artístico, para ver acrecentar nuestro afecto por la música, arte en el que siempre estuvo presta a oficiar, como practicante y suma sacerdotisa que en él fue, al punto de recibir a los 25 años el Premio Nacional de la Música.

Es de tal valor su memoria, que su sola evocación emociona a cualquier ibaguereño raizal consciente de sus valores, en tanto en cuanto ella encarna los más gratos recuerdos del pasado de aquella ciudad que el maestro Bonilla llamó “…tierra buena, solar abierto al mundo”, destacando así las principales cualidades de sus gentes: su bonhomía y la apertura de su espíritu, así como el calor de su afecto para dar albergue a los foráneos que, como mis ancestros, buscaron un apacible villorrio para afincarse y levantar su hogar en un medio en donde, como en el seno de una gran familia, se entremezclaran los afectos y con generosa solidaridad se compartieran las alegrías y se acompañaran el dolor y las tristezas.

Difícil olvidar la risueña figura de esa hermosa mujer cuando ella, muchas veces en compañía de su esposo, el tenor Gonzalo Valencia, y desde la puerta de su casa, diagonal a mi casa paterna, en la calle Once entre carreras Cuarta y Quinta, despedía a sus hijos Héctor, Norma y Estela, al partir éstos, rumbo a sus colegios. De entonces me quedó grabada su imagen de amable, cordial y dulce vecina. De esa Ibagué, que no nos van quedando sino remembranzas y algunos pocos afectos de aquellos que se resisten a desaparecer, convertidos en jirones de un pasado que indudablemente fue mejor y que se mantendrán para siempre en nuestras vidas.

Y del cual ya poco sobrevive, pues la implacable piqueta de los que menosprecian el pasado se encargó de echar por tierra, tumbando los escasos valores arquitectónicos que tuvimos, sustituidos por otras necesidades y otro gusto, al punto que hasta el temperado clima nos cambió a consecuencia de la tala y la depredación del entorno.

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME

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