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Y nos sentimos oyendo la voz de nuestra propia conciencia, por la manera clara, directa y sin tapujos de decir las cosas y opinar sobre todo aquello que afecta y dificulta nuestro normal discurrir como nación democrática y civilizada, en una de las varias oportunidades en las que se refirió al deterioro gradual del tono moral del país, como una inocultable realidad, y lo ilustró con claros ejemplos extractados de la cotidianidad, de aquella vivida a diario por todos, invitándonos a pensar sobre ello y que bien vale repensar.
Y al efecto se preguntaba entonces, si en algún paraje, bien sea urbano o rural de Colombia, vereda o barrio pobre, de clase media o alta, podía dejarse dentro de un vehículo abierto un paquete o algún objeto de valor sin que fuera hurtado al poco tiempo; o abierta la puerta de la casa de alguno de nosotros, sin que se diera el mismo resultado; o si en los accidentes de tránsito automotor o de avión lo primero que sucede, no es acaso el desvalijamiento de los pasajeros y la sustracción ilícita de la carga, y añadía ¿de dónde acá tanta eficacia de los amigos de lo ajeno para estar en todas partes y al mismo tiempo en actividad?
Llevándonos necesariamente a concluir que los delincuentes contra la propiedad se han generalizado, y se ha hecho común el atentado contra la integridad de los semejantes y contra el patrimonio común, y ni qué decir contra los bienes del Estado.
¿Y esto? ¡…por qué se mermó el tono moral de Colombia!
No de hoy, ni de un solo golpe, sino de tiempo atrás, en un paulatino relajamiento de las costumbres y en un lento y casi imperceptible proceso de aceptación de lo ilícito por el grupo social, que pasó de censurar el delito, a calificarlo como “viveza” digna de encomio e imitación.
Al punto que quien se enriquece de la noche a la mañana sin que pueda explicar el origen de sus recursos, no recibe rechazo alguno, llegándose al igual que en el tango, dar lo mismo, socialmente hablando, “…ser señor, rey de bastos, caradura o polizón”.
Haciéndose del bien ajeno, objeto de apropiación, y del presupuesto del Estado, “coto de caza”; y más grave aún, pues se vota y elige sin recato al corrupto, hasta llegar a las monstruosas cifras de pérdida de recursos públicos por efecto de la corrupción administrativa, que están significando para el procomún, menos servicios, más impuestos y menor inversión social.
Pero a la hora de sufrir las funestas consecuencias de la pérdida del talante ético le endilgamos toda la responsabilidad de este mal solo a los políticos o a la dirigencia, olvidando que el mal está en todos y por todo lado: en los corruptos; en los que los eligen y designan; en los que los admiran o toleran; en los que no denuncian, no alejan o discriminan a los que delinquen, y sobre todo a la justicia que se tornó laxa o inoportuna.
¿No es acaso el contrabando hoy un delito tolerado y generalmente aceptado? ¿Y el narcotráfico?, ¿Y la usura?, ¿Y todos los demás comportamientos que otrora fueron estimados antisociales?.
Cuánta falta nos están haciendo la reflexión y la autocrítica para encontrarnos nuevamente como nación.
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