Presunción de inocencia

Santiago Martin

Franciscanos de María

La actualidad eclesial de esta semana ha estado dominada por un único asunto: la carta del ex nuncio en Estados Unidos, monseñor Viganò, en la que, entre otras cosas, afirma que el Santo Padre estaba enterado de las fechorías del excardenal McCarrick y a pesar de eso las ignoró, por lo que pide su dimisión.

El Papa Francisco, en el avión que le devolvía a Roma tras concluir la Jornada Mundial de la Familia, pidió a los periodistas que interpretasen ellos mismos la carta y sacasen sus conclusiones. A día de hoy, no ha habido ninguna respuesta del Vaticano a las acusaciones y, por lo tanto, deduzco que sigue en pie la invitación a reflexionar sobre la carta. Quiero hacerlo, sin embargo, no como periodista -que sería una perspectiva válida para mí-, sino como católico que cree en lo que la Iglesia nos enseña, incluido el amor, respeto y obediencia debido al Vicario de Cristo.

Quiero hacerlo también como guía de tantas personas que en estos días me han escrito, desconcertadas, queriendo saber mi opinión al respecto. Es posible que lo que diga no guste del todo a nadie, pero he rezado mucho antes de escribir esta reflexión, y esto es lo que en conciencia tengo que decir.

Primero, sobre el hecho en sí de la publicación de la carta. No me parece bien la forma en que se ha hecho. Por ejemplo, los “Dubia” fueron enviados al Papa de forma privada y por el conducto reglamentario por los cuatro cardenales firmantes. Sólo después de que, pasado un tiempo de meses, no hubiera respuesta, esos cardenales decidieron hacerlos públicos. En este caso no se le ha dado al Papa esa oportunidad.

Es posible que se pensara que el silencio iba a ser la única respuesta de todos modos, o que se buscara la oportunidad del momento, o que se pensara que lo sucedido con McCarrick urgía una aclaración rápida, o incluso que monseñor Viganò decidiera intervenir porque algunos supuestos amigos del Papa estaban insultando la memoria de los dos nuncios anteriores a él, diciendo que no habían informado al Vaticano. Todo esto, y quizá otras cosas que ignoro, han debido pesar en la conciencia de monseñor Viganò para incumplir lo que sobre la corrección fraterna nos enseña San Pablo. Pero, vuelvo a repetir, personalmente esto no me ha gustado. Quizá, de haberse hecho de otro modo, hoy el resultado sería distinto.

Segundo, sobre el contenido. Todo el debate posterior a la publicación de la carta se ha centrado en la honestidad del denunciante -denigrado hasta el máximo por los defensores del Santo Padre- y sobre la veracidad o no de que él le informó personalmente al Papa Francisco de las fechorías de McCarrick sin que el Pontífice hiciera nada al respecto. Querer anular el efecto de la carta aludiendo a que Viganò no es creíble porque es un malvado es inútil; resulta indiferente si él es un hombre honesto o si -como he leído en broma- tiene una docena de amantes en una isla del Caribe; no hay que olvidar aquello de que la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero.

A la vez, focalizar el problema en la cuestión de la denuncia hecha por Viganò al Papa en el año 2013, es ignorar algo que va a la raíz del problema: la trama para nombrar obispos homosexuales o simpatizantes con la homosexualidad, que tendría como objetivo último la aceptación de este comportamiento por parte de la Iglesia. Si las palabras del exnuncio -y las acusaciones concretas que hace de algunos cardenales- no tuvieran otro apoyo que su palabra serían realmente risibles, pero el hecho de que en el propio Congreso sobre la Familia se diera un lugar destacado al jesuita James Martin para hablar de la acogida de los homosexuales en la Iglesia y que en esa conferencia, sin decirlo explícitamente, se abogara por incorporar a los homosexuales que no viven castamente a los ministerios de la Iglesia (por ejemplo, ministro de la comunión), hace pensar a algunos que hay ciertamente un sector poderoso dentro de la Iglesia que está trabajando para que los actos homosexuales -y por lo tanto, a la larga, el matrimonio homosexual- sean considerados al mismo nivel moral que los heterosexuales.

Tercero, la actitud ante el Papa. Me duele enormemente que en todo este asunto la mayoría haya olvidado que el Santo Padre es una persona de carne y hueso. ¿Es que no merece él, como cualquiera, la presunción de inocencia? Sus enemigos se han tirado a su cuello, aprovechando la acusación para zarandearle a ver si cae. Sus amigos se han lanzado en su defensa aportando insultos contra el acusador más que argumentos contra las acusaciones. Pero unos y otros olvidan que es un ser humano y que tiene derecho, como yo y como cualquiera, a que se le trate como alguien inocente hasta que no se demuestre lo contrario. Y, por lo tanto, sigue siendo el Papa y, como tal, le debo amor, respeto y obediencia. Le debo el apoyo de mi oración y estaré a su lado de forma inequívoca, fiel y clara mientras siga siendo el Vicario de Cristo en la tierra. Me he formado como sacerdote bajo San Juan Pablo II y admiro y quiero con todo el corazón a Benedicto XVI. Por eso me he preguntado, ¿cómo estaría actuando yo si hubiera sido uno de los dos el que estuviera siendo acusado ahora de esta manera? Y la respuesta ha sido clara e inmediata: les estaría defendiendo -no como lo hacen sus supuestos amigos- y le daría mi confianza hasta que no se demostrara que no la merece.

Cuarto, la petición de una investigación. El silencio entre la jerarquía Católica en general está siendo estremecedor. Es como si todo el mundo estuviera conteniendo la respiración, esperando a ver qué pasa. En cambio, los obispos norteamericanos sí que están hablando, sobre todo porque a ellos les afecta más de lleno la cuestión. Me ha gustado mucho la intervención del cardenal DiNardo, presidente del Episcopado de ese país. Apoya al Papa y le ofrece el consuelo de su oración, pero pide una investigación para que se aclaren las cosas y evitar que los inocentes queden manchados con la sombra de la duda, mientras que los culpables quedan libres para seguir haciendo fechorías. La petición de esa investigación ha llegado también desde otros ámbitos; por ejemplo, un diario habitualmente muy favorable al Papa Francisco como es “El Mundo”, en un editorial titulado “Urge aclarar la grave acusación a Francisco”, decía después de citar las acusaciones del exnuncio: “Son argumentos que nos obligan a exigir un ejercicio de claridad al margen de las luchas entre corrientes eclesiales. Francisco destaca por su espíritu abierto y reformador. De él cabe esperar transparencia absoluta, necesaria para arrojar luz entre tanta sombra”. Por lo tanto, incluso partiendo de la base de la confianza que me merece el Papa y de la presunción de inocencia que le es debida, creo que por el bien de la Iglesia y por su bien personal habría que investigar las acusaciones. Y, sin embargo, esta solución también presenta serios problemas.

Quinto, cómo hacer la investigación. Las democracias tienen establecidos en sus Constituciones métodos para llevar a juicio, previa denuncia e investigación, a sus más altos dirigentes. El imperio de la ley afecta a todos. El posible “impeachment” a Trump o el que ya sufrió Clinton o la investigación sobre el “Watergate” que derribó a Nixon, son buena prueba de ello. Pero la Iglesia no tiene una legislación semejante; el Papa es el máximo legislador y, aunque eso no suponga que puede hacer lo que quiera -como matar a alguien impunemente, por ejemplo-, no existe un Tribunal al que él se pueda someter y que pudiera concluir con un veredicto de culpabilidad que generara automáticamente su destitución. 

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