El mayor dolor, el mayor amor

Santiago Martin

“¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad si hay dolor como mi dolor”, escribe el profeta Jeremías (Jer. 1, 12), poniendo en su boca las lamentaciones del pueblo que permanece en el destierro de Babilonia. Estas palabras fueron también profecía. Profecía del dolor inimaginable del Cordero inocente que pagó ese precio para quitar el pecado del mundo. Y también profecía del dolor de su Santísima Madre, que tiene derecho a preguntar al curioso que la mira al pie de la Cruz de su Hijo si hay dolor como su dolor. Con razón ha surgido desde el corazón de la Iglesia aquella oración del Stabat Mater: “Estaba la Madre dolorosa, junto a la cruz llorosa, en que pendía su Hijo….” No hay, efectivamente, dolor como su dolor, Ni como el dolor de Jesús ni como el dolor de María. Y por el mismo motivo que esa medida fue colmada, también podemos decir que no hay amor como su amor. El amor que lleva al mayor dolor.

Pero a ese “amor crucificado” le esperaba la última tentación. Justo cuando ya estaba agotado y sin fuerzas, triturado por la tortura, casi desangrado, el demonio saltó sobre Él para librar la última batalla, la definitiva. Todo, absolutamente todo, se jugaba en aquel instante. Y todo pareció indicar que el enemigo iba a vencer. De la boca de Jesús, de aquel Dios hecho hombre, salió algo que, aunque era sólo una pregunta, parecía una queja: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Estaba, efectivamente, abandonado, a los ojos de los hombres e incluso a sus propios ojos humanos. Ya sólo le faltaba, después de preguntar, dar el paso a la negación del amor de Dios, al reproche, a la blasfemia. ¡Qué victoria para el demonio! ¡Dios negando a Dios! ¡La Santísima Trinidad hecha pedazos! Se relamía de gusto esperando el momento, del cual ya sólo le separaba un instante.

Y entonces Él cruzó su mirada con la de Ella, que no separaba ni un instante sus ojos de Él. Acababa de confiarla a la protección de Juan, su nuevo hijo, y se había desprendido así de lo que le quedaba. Pero Ella aún seguía allí, intuyendo quizá que la batalla definitiva no se había librado todavía. Él le miró y leyó en los ojos de la Madre dolorosa, de la Inmaculada, sólo una palabra, la misma que le había permitido nacer: Fiat. Sí, esa palabra, sólo esa palabra. Fiat, me fío. No entiendo, pero me fío. Dudo, pero me fío. Experimento a Dios como el alejado, el indiferente, el que me ignora, el que no me escucha, el que no me ama, pero me fío. Fue Ella, porque sólo podía ser Ella y porque para eso había nacido y había sido preservada del pecado, la que en ese momento sublime pisó la cabeza de la serpiente. Fue Ella, la Madre dolorosa, la que le dijo con los ojos y con la oración silenciosa que salía de sus labios: Yo me fío. Yo creo. Yo adoro. Yo me abandono. Y gracias a eso, Él, el Todopoderoso reducido al culmen de la impotencia, dijo su última palabra en el trono de la Cruz: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Su Fiat, el Fiat de Jesús, nos abrió las puertas del cielo; unas puertas que tenían dos cerraduras, una, la grande, la abría la llave de Cristo y la otra, la pequeña, la de María.

Vosotros que pasáis por el camino, no miréis sólo mi dolor. Mirad mi amor. Mirad el acto supremo de abandono en Dios, de confianza en Él. El que hizo mi Hijo y el que, humildemente, hizo esta esclava del Señor. Vosotros, los curiosos espectadores de la vida, miraos después a vosotros mismos. ¿Acaso vuestro dolor es mayor que mi dolor? Y por eso, porque no lo es, apoyaos en mí, como hizo mi Hijo, para decir, en la hora de vuestro mayor dolor: Fiat, me fío, confío. Jesús, me fío de ti. Y ante este acto de fe, huirá el enemigo. Con esta llave abriréis la pequeña cerradura que os abre las puertas del cielo, porque la cerradura grande ya la abrió Cristo con la llave de su sangre derramada. San Agustín decía: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Tu “Fiat”, tu confianza en Él pase lo que pase, seguido por las buenas obras que Él obra a través tuyo con tu colaboración, hará brotar en ti la carne sana, producirán el milagro de la Pascua, el don de la resurrección.

Fundador Franciscanos de María

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