El agua sucia y el niño

Santiago Martin

El motu proprio que acaba de publicar el Papa, dando indicaciones a los obispos sobre cómo deben comportarse ante los abusos sexuales llevados a cabo por miembros del clero y personas consagradas, es una prueba de la seriedad con que el Pontífice y, con él, la Iglesia se toman la lucha contra este tipo de comportamientos. No sé si las víctimas estarán satisfechas, pero a mi entender con esta normativa la Iglesia demuestra que está dispuesta a poner todos los medios para evitar que comportamientos como los que han ocurrido no se vuelvan a repetir.

Las nuevas normas tienen una validez de tres años, pues han sido aprobadas “ad experimentum”, lo cual es una medida sabia, pues éste es un asunto en evolución y conviene estar abierto a los cambios que sean necesarios introducir. Desde esta perspectiva, se me ocurren algunas sugerencias, pensando en cómo podría mejorar un texto que es, en sí mismo, bueno. Por ejemplo, no se establece el plazo de caducidad de los delitos, lo cual sí hace la ley civil. Tampoco se indica si se trata de delitos del pasado o sólo de los que tengan lugar a partir de la publicación del motu proprio. Se introduce el concepto de abusos a adultos no vulnerables, obligándoles a hacer actos sexuales “con violencia o amenaza o mediante abuso de autoridad”; la violencia puede ser demostrada porque deja huellas, pero ¿cómo se demuestra la amenaza o el abuso de autoridad? Esto deja a cualquiera a merced de todo tipo de venganzas: una feligresa puede denunciar a su párroco, y conseguir que le echen, simplemente diciendo que fue acosada por él y que le hizo una caricia sin su consentimiento; un seminarista expulsado de un seminario puede hacer lo mismo con su antiguo rector, incluso un sacerdote puede decir que su obispo le obligó a tener relaciones, aunque eso no haya ocurrido jamás. Además, parece lógico que se le dé al menor un plazo incluso de años para poner una denuncia, pero ¿se debe dar ese plazo al adulto no vulnerable?

Es también delicada la cuestión de la investigación de toda noticia que se tenga. Una cosa es investigar las denuncias y otra investigar los chismorreos; el texto dice que “cada vez que un clérigo o un miembro de un instituto de vida consagrada o de una sociedad de vida apostólica tenga noticia o motivos fundados para creer que se ha cometido alguno de los hechos mencionados en el artículo 1 (donde se describen los tipos de abusos), tiene la obligación de informar del mismo”; vuelvo a repetir, una cosa es investigar denuncias y otra hacer caso de todo tipo de rumores, sobre todo si son adultos los implicados. Los obispos, y los superiores, se verán ahora obligados a convertirse en policías de sus sacerdotes o religiosos, ante el más pequeño rumor, y no sólo de abusos a menores; si no lo hacen, corren el riesgo de ser considerados encubridores. Esto puede instalar en la Iglesia un clima policial de desconfianza recíproca y cambiar completamente la figura paternal del obispo, que ya no será un padre para sus sacerdotes sino un inspector. El peso que cae en la espalda de los obispos es enorme, tanto que puede ser utilizado como un arma para acabar, mediante denuncias falsas, con aquellos que no sean lo suficientemente dóciles a los nuevos aires que se quieren introducir en la Iglesia.

La plaga de los abusos sexuales tiene que ser erradicada, pero hay que hacerlo sin lesionar los derechos de los inocentes y sin convertir a todos los sacerdotes y religiosos en potenciales criminales, que pueden ser denunciados impunemente. Si esto ocurriera, a muchos no les quedaría otra alternativa que dejar el sacerdocio o, los que aún no lo son, dejar el seminario, porque el riesgo sería inasumible. Hay un refrán que dice “no tires al niño con el agua sucia de la bañera, después de lavarlo”. Si lo haces, habrás perdido no sólo el agua sucia, sino también el niño y, por último, tendrás que tirar la bañera porque ya no tienes ningún niño que lavar.

Fundador Franciscanos de Maria

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