Eutanasia, derrota para todos

Santiago Martin

Esta semana ha sido sometida a eutanasia una adolescente holandesa, Noa, víctima de abusos sexuales y de una depresión que arrastraba desde hace varios años. Lo singular y dramático del caso ha hecho que se volviera a abrir el debate sobre la eutanasia y se reclamara la aprobación de la misma donde no está permitida, como sucede cada vez que un acontecimiento tan sensible golpea a la opinión pública.

No hay que olvidar que en Holanda no sólo es legal la eutanasia, sino que ya en 2017 supuso el 25 por 100 de todos los fallecimientos en ese país. Sin embargo, lo que pocos se han parado a considerar de este triste caso es que Noa llevaba tiempo esperando ser atendida por un psiquiatra -según ha confesado su madre- al que no pudo acudir por la larga lista de espera que hay. Dicho de otro modo, se recurre a la muerte porque es más fácil y barato que dar al enfermo la atención médica que necesita.

Así lo ha reconocido el Santo Padre, que ha salido al paso inmediatamente de la noticia y en un tweet que se ha hecho viral afirmaba: “La eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos. La respuesta que hemos de dar es no abandonar nunca a quien sufre, no rendirnos, sino cuidar y amar a las personas para devolverles la esperanza”. Noa no sólo fue violada, sino que después fue abandonada por una sociedad que tira a la basura a los que ya no les sirven, a los juguetes rotos. Su muerte es, como dice el Papa, una derrota para todos, lo mismo que lo es cada aborto, y lo mismo que lo son los miles de muertes que se podrían evitar si hubiera una más justa distribución de la riqueza en el mundo. No podemos resignarnos a resolver los problemas matando o abandonando a su suerte a quienes los padecen. Eso es lo que hace la “cultura de la muerte” -tal y como la denominó San Juan Pablo II-, a la que debemos enfrentarnos con generosidad y espíritu de sacrificio.

Hay una alternativa a la eutanasia. Son los cuidados paliativos, que atenúan el dolor, pero que tampoco son suficientes si no van acompañados por el cariño de las personas que están al lado del enfermo terminal. Hace pocos meses murió mi única hermana, víctima de un cáncer fulminante. Fue durísimo, para ella, para sus hijos y para mí, su única familia. Pero la atención que recibió en el hospital, la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, fue excepcional en todos los sentidos; el cariño con que nos volcamos a su lado su escasa familia y sus muchos amigos, fueron decisivos para que afrontara la última etapa de su vida con paz.

Recibió los cuidados paliativos que consideraron necesarios los médicos y a ninguno, ni a ellos ni a nosotros, se nos pasó por la cabeza acelerar su muerte pensando en una muy mal entendida compasión. Ella quería vivir y nosotros no queríamos que muriera, a pesar del agotamiento que supuso velar a su lado día y noche, hasta el final. Murió con el mínimo dolor posible y rodeada de amor. Y eso no es algo que ella tuvo sin merecerlo, sino que es algo que todos tenemos derecho a tener. Al menos en lo que respecta al tratamiento del dolor -o en el caso de Noa a la atención psiquiátrica-, se debe reclamar que los Gobiernos implementen las medidas necesarias. Lo contrario, matar o ayudar a suicidarse al que sufre, es no sólo una derrota para todos, como ha dicho el Papa, sino el síntoma de que esta sociedad de la opulencia -Holanda es uno de los países más ricos del mundo- está ya en un proceso degenerativo, reclamando sin saberlo que alguien acabe con su decadente existencia, que alguien le aplique la eutanasia a ella misma, y quizá sean los musulmanes los que se encarguen de hacerlo.

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