Cambio de época

Santiago Martin

Las frases, las palabras, son tan peligrosas como los hechos e incluso a veces más. Esta ha sido una semana marcada por tres frases, a cual más significativa.

La primera, la más importante, la del Papa en el largo mensaje dirigido a los católicos alemanes con motivo del Sínodo que van a celebrar en octubre y del que ya, según algunos obispos de ese país, nacerá una nueva Iglesia que romperá con el pasado y será luz para el mundo.

Pues bien, el Papa, con gran tacto, se deshace en elogios hacia la Iglesia en Alemania y apoya su proceso sinodal, para meter dentro del precioso y edulcorado envoltorio una frase: “Cada vez que la comunidad eclesial intentó salir sola de sus problemas confiando y focalizándose exclusivamente en sus fuerzas o en sus métodos, su inteligencia, su voluntad o prestigio, terminó por aumentar y perpetuar los males que intentaba resolver”. Y, por si no quedaba claro, añadió esta otra: “La Iglesia Universal vive en y de las Iglesias particulares, así como las Iglesias particulares viven y florecen en y de la Iglesia Universal, y si se encuentran separadas del entero cuerpo eclesial, se debilitan, marchitan y mueren. De ahí la necesidad de mantener siempre viva y efectiva la comunión con todo el cuerpo de la Iglesia, que nos ayuda a superar la ansiedad que nos encierra en nosotros mismos y en nuestras particularidades”.

En resumidas cuentas, les ha puesto freno a su pretensión de aprobar por su cuenta cambios en la moral católica o en la disciplina de los sacramentos.

No debió quedar muy contento el presidente del Episcopado alemán y arzobispo de Munich, cardenal Marx, porque respondió con otra frase: “No estamos en una época de cambios, sino en un cambio de época y aquellos que no lo ven no han ajustado correctamente los ojos de su intelecto”.

A eso no tardó en responder otro cardenal alemán, ex prefecto de Doctrina de la Fe, Müller: “Estamos experimentando una conversión al mundo, en vez de a Dios”, y explicó lo que está pasando en la Iglesia alemana de una manera muy clara: “Ellos consideran que la secularización y la descristianización de Europa es un desarrollo irreversible. Por esta razón la Nueva Evangelización, el programa de Juan Pablo II y Benedicto XVI es, desde su punto de vista, una batalla contra el curso objetivo de la historia, que se parece a la lucha de Don Quijote contra los molinos de viento. Están buscando el sitio donde la Iglesia pueda sobrevivir en paz. Por lo tanto, todas las doctrinas de fe que se opongan a la «corriente dominante» del consenso social deben ser reformadas”.

Es posible que el cardenal Marx tenga razón y que no estemos en una época de cambios sino en un cambio de época, lo cual implicaría la existencia de un cambio profundo en la mentalidad del ser humano. La cuestión es cómo debemos responder a eso. En primer lugar, hay que ver si en la larga historia de la humanidad han ocurrido ya etapas de grandes cambios y cómo ha reaccionado la Iglesia. Nos puede parecer que lo nuestro es lo más radical que ha sucedido nunca, pero pensemos en el cambio de época que significó el fin del Imperio romano, o la desaparición de la esclavitud para dar paso al sistema feudal; pensemos en los cambios que trajo consigo la aparición de la imprenta, el descubrimiento de América, la Ilustración con su hija la revolución francesa, la incorporación de la mujer al mundo laboral, la revolución industrial, las dos guerras mundiales precedidas y seguidas por el auge y el ocaso de dos ideologías asesinas -nazismo y comunismo-, y, antes de llegar a lo que ahora estamos viviendo, la aparición de la televisión.

¿Qué ha hecho la Iglesia en cada uno de esos grandes y decisivos cambios de época? ¿Cambiaron su fe cuando Nerón los echaba a los leones? ¿Cedieron ante los vándalos paganos o ante los visigodos arrianos? ¿Se sometieron al absolutismo rijoso de Enrique VIII o al racionalismo de Calvino y de Lutero? ¿Aplaudieron a Voltaire y a Robespierre? ¿Le dieron la razón a Hitler o a Stalin? En cada época se pagó el precio del martirio, pero no se pagó el precio de la traición y eso, contra toda lógica humana, fue lo que nos permitió sobrevivir.

En cada cambio de época, la Iglesia ha tenido la sabiduría, guiada por el Espíritu Santo, de adaptarse sin renunciar a lo esencial, de presentar el mensaje de una forma siempre nueva pero sin traicionar el mensaje. San Benito fue una respuesta al fin de la Edad Antigua, lo mismo que San Francisco lo fue al ocaso de la Edad Media y San Ignacio fue un hombre de la Edad Moderna. Si hemos sobrevivido dos mil años llenos de épocas de cambios y de cambios de época, ha sido por esa especial capacidad de adaptación, que es a la vez creativa y fiel. Predicamos el mismo evangelio que predicaron los apóstoles, pero lo hacemos de forma que los hombres de cada época puedan entenderlo. Es lo que Benedicto XVI llamó “hermenéutica de la continuidad”, en contraposición a la “hermenéutica de ruptura”. Hay necesidad de cambios -por ejemplo, en el sistema de organización parroquial, ligado al territorio en una época en la que la movilidad es inmensa-, pero no hay una necesidad de que se produzca “el cambio” que la mayoría de los obispos alemanes quieren: meter en el cajón de los trastos viejos la Palabra de Dios y la Tradición, para hacer esa “conversión al mundo” que denuncia el cardenal Müller.

En cualquier caso, ahí están, muy claras, las palabras del Papa, garante de la salvaguarda del depósito de la fe: Ninguna Iglesia particular -ni siquiera la todopoderosa Iglesia alemana- puede ir por su cuenta rompiendo la comunión universal de la Iglesia católica. Eso no hará más que empeorar la situación.

Pero ¿escucharán al Papa los obispos alemanes? En octubre lo sabremos.

Fundador Franciscanos de María

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