Cristo, turista accidental

Santiago Martin

Dos cardenales, Brandmüller y Burke, han escrito a sus colegas pidiéndoles que rompan su silencio sobre la catástrofe que puede caer sobre la Iglesia si sale adelante lo que consta en el Instrumentum Laboris del Sínodo para la Amazonía. Ya he hablado suficiente sobre los errores de ese material de trabajo preliminar y no voy a volver a ello. Sólo quiero añadir que las intervenciones de estos dos cardenales no van dirigidas contra el Papa Francisco, aunque a alguno le pueda parecer eso. Se trata de ayudar al Papa en el gobierno de la Iglesia -y esa es una de las principales responsabilidades de los cardenales-, haciéndole ver a él y a todos que hay una oposición respetuosa pero viva a las herejías que se pueden aprobar.

Un silencio generalizado en la Iglesia ante la posibilidad de estas herejías, haría pensar que a nadie le importa o que todos están de acuerdo y dejaría al Santo Padre como el último y único defensor de la doctrina de la Iglesia. En un partido de fútbol, el portero tiene una importante misión que cumplir, pero la hace mejor si tiene delante una buena defensa.

Pero los dos cardenales no son los únicos que han hecho oír su voz. Antes lo hicieron un grupo de teólogos marcadamente liberacionistas, que publicaron un texto, conocido como el Documento de Bogotá, por el nombre de la ciudad donde se elaboró, y en el que, entre otras cosas, se dice que todas las religiones tienen el mismo valor para conducir a los hombres a la salvación. La pretensión de que esa salvación viene por Jesucristo y se puede encontrar dentro de la Iglesia, así como de que en ella está la plenitud de la verdad, es llamada “exclusivismo intolerante”, el cual debe desaparecer para aceptar que “el cristianismo no tiene el monopolio de la salvación”.

Hay que refrescar la memoria para recordar que ése fue el principal motivo que llevó a monseñor Lefebvre a dejar la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II. Él, que había sido misionero en África, se planteó el por qué de su trabajo y del conjunto del trabajo de los misioneros -desde los apóstoles hasta nuestros días-, muchos de ellos mártires, si cualquier religión era igualmente válida para ir al cielo y contenía las mismas dosis de verdad. ¿Para qué evangelizar si da lo mismo, en la tierra y en el cielo, ser católico que ser cualquier otra cosa? De la clara afirmación de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, unida a la que dice que en la Iglesia católica está la plenitud de la verdad, revelada por el propio Hijo de Dios hecho hombre, se ha pasado al todo vale igual y, en definitiva, al todo vale.

Meditando sobre esto hace muchos años, me pareció entender que la justicia divina no podía condenar al infierno a aquellas personas que no habían tenido la posibilidad de conocer el cristianismo, siempre y cuando fueran fieles a los preceptos de las religiones en las que habían nacido y en las que creían; pero siempre tuve claro que la salvación nos venía por Jesucristo y sólo por Él, y que en la Iglesia católica estaban los medios que nos hacían más fácil alcanzar esa salvación: la plenitud de la verdad y los sacramentos. En definitiva, pensé yo, es como si quisiera estudiar matemáticas; no se puede negar que algún genio las pueda aprender por sí mismo, pero es mejor ir a clase con unos buenos profesores.

Pero ahora resulta que eso ya no es así. La Iglesia no sólo no es el único lugar de salvación, sino que ni siquiera es el más importante. Es uno más y, como es más exigente que otros, en realidad es uno menos. Naturalmente, Cristo queda reducido a un turista accidental y accidentado, a alguien cuya encarnación muerte y resurrección fueron totalmente innecesarias y que se podía haber ahorrado todo eso, porque con lo que teníamos era suficiente.

Del mismo modo, no sólo es innecesaria la evangelización, sino que es incluso dañina, en tanto que cuestiona y modifica de alguna manera a las culturas, frutos de las religiones nativas, llevando a cabo lo que nosotros consideramos que es una purificación pero que, en realidad, desde su punto de vista, sería una destrucción más o menos intensa.

Y así llegamos a la cuestión principal: la naturaleza y misión en Jesucristo. Tanto Burke como Brandmüller dicen que estamos ante una crisis peor que la arriana y tienen razón. Los arrianos al menos evangelizaban porque creían que Cristo, como mediador semi divino, tenía algo esencial que aportar a la Humanidad. Estos rechazan todo tipo de misión y de evangelización y reducen a Cristo no sólo a un nivel exclusivamente humano, sino a alguien que hubiera hecho mejor en no haber empezado su predicación del Reino, pues con eso no hizo nada más que complicarnos la vida. Cristo y la Iglesia serían, pues, no innecesarios sino incluso nocivos para el ser humano. Esta conclusión sólo puede proceder de alguien que no ama a Cristo, que no cree en Él, y al cual le pesa el cristianismo, como si fuera un fardo insoportable que ha tenido la desgracia de que le pusieran a la espalda.

Tenemos, todos los que, aunque sea imperfectamente, amamos al Señor -y no sólo los cardenales- hacer oír nuestra voz para ayudar al Papa a fin de que no esté solo a la hora de rechazar este veneno mortal que se extiende por las venas de la Iglesia y que va a acabar con ella. Cristo es Dios, es nuestro Salvador y es el Salvador de toda la Humanidad y, salvo excepciones que el Señor misericordioso permite y conoce, fuera de la Iglesia no hay salvación.

Fundador Franciscanos de María

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