Justicia transicional: mejor de lo esperado

Edwin Andrés Martínez Casas

Esta semana, el país político ha sido sorprendido por el anuncio del acuerdo en materia de justicia transicional, en el marco del proceso de paz que viene adelantándose en La Habana, entre el Gobierno y las Farc. Pero la sorpresa no solo corrió por cuenta del anuncio inesperado, con viaje del presidente Santos y de ‘Timochenko’ a refrendar el acuerdo, sino porque el contenido del mismo resultó más amplio de lo esperado.

La creación de tribunales especiales, la posibilidad de hacer juicios y emitir sentencias diferenciadas dependiendo de la aceptación a tiempo, tardía o de la negación de los crímenes, va en la dirección correcta de reconocer diferencias entre aquellos responsables directos o indirectos -de todos los bandos- y su disposición a aceptar sus acciones en el conflicto.

Pero además, porque el acuerdo avanza en la dirección de establecer una justicia restaurativa, fundamental para reforzar la idea de que el acuerdo debía satisfacer las aspiraciones de las partes negociadoras, pero en especial de las víctimas.

No es serio plantear que el acuerdo supone un cheque de impunidad a los crímenes cometidos por las Farc, como vienen insinuando algunos sectores que se oponen –sí o sí- al proceso, independientemente de lo que se pacte en cada punto.

El establecimiento de restricciones de la libertad, la definición de unos mínimos en términos de años de esta restricción, la exclusión expresa de los delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra como delitos objeto de amnistía o indulto, representan precisamente y a diferencia del proceso de paz con los paramilitares, un dispositivo contra la impunidad y a favor de la verdad.

Tampoco es cierto que este acuerdo suponga una rendición indigna del grupo guerrillero, y que implique que la carga de las culpas solo deban ser asumidas por sus miembros.

Por el contrario, el mecanismo creado responde a la necesidad de cobijar a todos aquellos que hayan participado o aupado la violencia política de los últimos años, incluyendo agentes del Estado, empresarios, políticos, entre otros. Y era de esperarse que el mecanismo de justicia respondiera a esta necesidad, toda vez que el proceso de La Habana no es un juicio contra las Farc sino una negociación para poner fin al conflicto armado en Colombia.

El avance es innegable, lo cual ilumina un futuro esperanzador en materia de cerrar el capítulo de la violencia política.

No obstante, queda por resolver en la mesa de negociación el espinoso asunto de las garantías de no repetición, que debe incluir el compromiso de parte del grupo guerrillero de no combinar armas y política, así como la garantía estatal de la seguridad para los integrantes desmovilizados, evitar su exterminio, lo cual implica un compromiso serio para desmontar el paramilitarismo, sus estructuras y financiadores.

Un genocidio político como el de la Unión Patriótica no puede permitirse de nuevo; habrá que esperar si las élites políticas y económicas del país apuestan de verdad por una verdadera apertura política, que elimine el pasado de exclusión como una de las causas fundamentales del surgimiento de la violencia.

Profesor Universidad de Ibagué

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