Detener el desangre y la traición (I)

Mauricio Martínez

Al Estado colombiano le va muy mal ante la justicia internacional: tuvo que reconocer recientemente ante la Cidh su responsabilidad por la persecución, exterminio y graves violaciones de derechos humanos en el caso de la Unión Patriótica y, como si fuera un juego, dio garantía de no repetición ante hechos similares.
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No obstante, informe tras informe la Misión de verificación de la ONU en Colombia presenta ante el Consejo de Seguridad del organismo la catastrófica situación de los derechos humanos que sigue viviendo el país: desde 2016 (y hasta enero 2021) habían sido asesinados 421 defensores de derechos humanos, como no ha ocurrido en ningún otro país latinoamericano. Por ello insiste periódicamente en que el tema de seguridad sigue siendo el reto principal para conseguir la paz: en efecto ya no sabe cómo decirle al Gobierno nacional que pare la tragedia y que tome en serio la protección y seguridad de los que dejaron las armas, de las comunidades afectadas por el conflicto y de los líderes sociales y defensores de derechos humanos. No hay que haber estado vinculado con los sectores víctimas de estas dos tragedias, ni haber pertenecido a Resguardo indígena alguno para exigir protección de los DD.HH., porque según nuestra Constitución es deber de todo colombiano defender y difundir dichos derechos como fundamento de la convivencia pacífica (Art. 95).

 La instancia internacional desde que vigila el cumplimiento de los Acuerdos ha insistido en que éstos forman parte del orden constitucional y en que la paz firmada representa una política de Estado, que no de partido; así mismo le viene atribuyendo el desangre, entre otros factores a: a) la ausencia del Estado –durante y después del conflicto- en las zonas dejadas por los firmantes del Acuerdo de paz, que permite a actores armados, como las disidencias, amenazar y liquidarlos, así como sabotear sus proyectos frente a las comunidades; b) la falta de personal de la Subdirección Especializada de Seguridad y Protección, tal como lo ordenó la JEP; c) la falta de implementación –que corresponde a la Comisión Nacional de Garantías y Seguridad- de una política para el desmantelamiento de grupos armados ilegales y demás organizaciones criminales; y d) las deficientes medidas para asegurar la sostenibilidad del proceso de reincorporación de quienes dejaron las armas, etc.

Aunque el organismo internacional ha reconocido que ha habido avances en programas como el de sustitución de cultivos ilícitos, ha exigido que ellos se consoliden sin interrupción, lo mismo que llevar infraestructura y servicios a las comunidades víctimas del conflicto; del mismo modo insiste en llamar al diálogo constructivo entre gobierno y reinsertados para afrontar los desafíos que un proceso de tal magnitud presenta. Pero el gobierno se enfrasca respondiendo que, a pesar de todo, ha hecho más que el gobierno anterior, como si se tratara de un concurso por el que cuente menos muertes. Por lo anterior, tanto la Alta Comisionada para los DD.HH. de la ONU, como la ONG internacional de los EE.UU., HRW, le vienen contando al mundo (febrero 2021) que a pesar de que el gobierno ha desplegado sus tropas a lo largo y ancho del país, sigue sin asegurar oportunidades económicas, educativas y de servicios públicos para contrarrestar la influencia de los grupos armados y prevenir las violencias.

MAURICIO MARTÍNEZ SÁNCHEZ

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