Del no en el plebiscito, a los “necesarios” cambios en los acuerdos de La Habana

Ismael Molina

Reflexionar sobre las razones que tuvieron más de seis millones de colombianos para negar el plebiscito para aprobar los Acuerdo de la Habana, es un ejercicio descorazonador y apenas académico, pues pone de presente que el odio y la desconfianza pesaron más que la oportunidad que se abría con la refrendación, pese a las incomodidades y prevenciones que nos generan algunos de los puntos acordados entre el gobierno y la guerrilla. Esta decisión nos ancla en pasado y la construcción del futuro es incierta, pesada y farragosa.

La democracia se pronunció y de ella solo es evidente que el No ha ganado. Eso pone en primera línea que la llave de la Paz y del futuro de corto plazo la tiene el Centro Democrático, que se ha quedado en una situación paradójica: ganó con argumentos de dudosa verdad, fáciles de defender ante la opinión pública y útiles en la oposición, pero mentirosos e inútiles para tomar decisiones.

Se ganó para los aplausos del público pero no para las responsabilidades del Estado. Ahora, ellos y en particular el senador Uribe Vélez, son los responsables de proponer y liderar los “necesarios cambios” al acuerdo para salvar la paz de Colombia. Pasaron de la comodidad e irresponsabilidad de la oposición a la obligación de actuar como estadistas en favor de la nación colombiana.

Hasta ahora el rumbo que parece diseñarse es el de un Acuerdo Nacional que permita que los diferentes actores sociales y políticos que se habían sentido excluidos de las negociaciones, se conviertan en actores principales del proceso, direccionado por el Gobierno nacional. De las primeras declaraciones entregadas por el expresidente senador, se aprecia que sus preocupaciones básicas están en el modelo de justicia transicional y reconstructiva y en la participación en política de los actores de la guerrilla.

Sobre el primer tema, pareciera que frente a la justicia transicional se prefiere a la justicia ordinaria, muy punitiva en los códigos, pero absolutamente inoperante en los estrados, al punto que solo el 3% de los delitos son juzgados y esclarecidos en el país. Esa preferencia de la formalidad punitiva frente a la obligación de verdad y reparación que se establece en los acuerdos es inaceptable para el expresidente por los peligros que ello implica que se tenga que reconocer quienes fueron los instigadores del terror paramilitar en Colombia, que, según la oficina de víctimas de la Presidencia de la República (con datos de 2010 cuando Uribe era Presidente) fue el responsable del 68% de las masacres y desplazamientos en el país.

También era inaceptable tener que reconocer las formas de despojo a que fueron sometidos los campesinos de Montes de María, del Bajo Cauca Antioqueño, o de los Llanos orientales o de los indígenas del Cauca y de Nariño, por parte de los terratenientes amigos de las políticas agrarias de los gobierno del pasado reciente y que hoy aparecen como propietarios de “buena fe”.

También era inaceptable tener que confesar públicamente los pactos criminales de algunos militares (protegidos por el gobierno de turno, ej. Generales Santoyo –Policía - o Alejo del Río – Ejército -) con bandas delictivas para atentar contra los sindicalistas, los reclamantes de tierra o simplemente los demócratas por ser considerados como auxiliadores de la guerrilla. Es decir, la justicia transicional no proponía cárcel como la ordinaria, pero daba la posibilidad de conocer una verdad necesaria para la reconciliación y el renacer de una nación, que hoy se niega con base en la inoperancia de esa justicia ordinaria y punitiva.

La segunda preocupación es la participación de la guerrilla en política y la insistencia de la presencia del “castrochavismo” en la política colombiana, expresando una profunda desconfianza en el libre juego democrático y en la obligación de demostrar que sus propuestas políticas son mejores que las que puedan enarbolar los guerrilleros reinsertados a la vida civil. Tal vez lo que ello demuestra es que el ejercicio político que están realizando es inadecuado, elitista y corrupto y que esos nuevos competidores les pueden arrebatar los espacios democráticos que ellos se han apropiado contra los intereses de toda la nación.

Debemos recordar la sentencia que hacía Rafael Núñez, padre de la Constitución política de 1886, de que “los partidos políticos no se caen del poder por las calidades intrínsecas de sus opositores sino por la incapacidad mostrando con sus propios errores”.

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