Odebrecht: la corrupción como tema de campaña

Ismael Molina

Es indiscutible los fuertes vientos de campaña electoral presidencial que empiezan a sentirse en las diferentes esferas de la vida nacional. En medio de estas ráfagas de interés político, empiezan a aparecer temas cruciales sobre los que debemos tomar decisiones, uno de los cuales es la corrupción.

Los sobornos entregados por la firma brasilera Odebrecht han salpicado a muy altos personajes de vida pública colombiana, que ante la imposibilidad de pasar de agache, como lo suelen hacer, han debido salir a los medios a explicar sus actuaciones y a la Fiscalía la tarea de hacer valer la ley, por enredada que sea en sus procedimientos.

El implicado de más alto nivel, hasta ahora, ha sido el viceministro de Transporte del segundo gobierno de Uribe Vélez, quien de manera casi automática salió a decir que el susodicho personaje lo había traicionado, a él y a su gobierno, pero con total falta de pudor y de respeto por el pueblo colombiano, que confió en su pulcritud y su recto proceder, ahora ataca al gobierno actual, al del presidente Santos, por las adiciones y los nuevos contratos entregados a la firma brasilera, como si el delito cometido fuera menor porque, potencialmente, otros lo hayan cometido también, bajo la lógica perversa de que unos y otros han sido corruptos y, por tanto, deben silenciar su acción pues todos están incursos en delitos contra la administración pública.

Las denuncias de Odebrecht se suman a muchas otras más, como las de Reficar, los Juegos Nacionales, los contratos con los Nule, Agro Ingreso Seguro, el robo a la salud, el robo en la alimentación para los niños en el Icbf o el robo a La Guajira. Lo que se pone de presente es que el sistema de contratación pública ha hecho crisis, al igual que las formas de desregulación del Estado, tan aceptado por el neoliberalismo económico, que, acompañado del clientelismo político, han hecho que Colombia se acerque peligrosamente a convertirse en un estado mafioso e inviable.

Las formas y los procesos de contratación tienen que ser revisados, pues parte substancial de la situación es el resultado de los procesos que actualmente se implementan. Empecemos por preguntarnos cómo se definen los montos de las licitaciones, sean para contratación directa o para alianzas público - privadas (APP). En los manuales de contratación de la Ocde (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) se especifica la necesidad de contar con los estudios de mercado, donde la entidad contratante puede establecer de manera previa los costos, precios, oferentes y tecnología que existen y que definen el costo esperado del bien o servicio que se contratará. Ese papel que en el pasado se suplía con los llamados precios de referencia para la contratación, ha sido eliminado de la práctica contractual en Colombia, dando por resultado que es el contratista quien define los costos y calidades del bien o servicio contratado, permitiendo costos excesivos con altos márgenes de utilidad que son distribuidos entre el que ejecuta el contrato y el que lo genera. Es decir, la corrupción es hija legítima de la falta de planeación y de estudios, todo en nombre de la libertad de competencia, cuando la única libertad que se está defendiendo es la de robar al erario.

El modelo de desregulación de mercado y promoción de la participación del sector privado en producción de bienes públicos, como las carreteras, la navegación del río Magdalena o la prestación de servicios públicos, solo es viable si existe un Estado fuerte con alta capacidad técnica y ética para la regulación de la prestación y producción de tales servicios y bienes; de lo contrario, este modelo desemboca en robos al sector público y a la sociedad en su conjunto, corrupción generalizada y concentración legal e ilegal del ingreso en manos de contratistas y empresarios inescrupulosos.

Si queremos que el esfuerzo de paz fructifique convirtiéndonos en una sociedad pacífica, segura, civilizada y decente, tenemos que enfrentar la gangrena de la corrupción. No podemos seguir considerando que el robo al erario público es el costo aceptable de la democracia. Muchas veces hemos dicho que los buenos somos más; es la hora de demostrarlo y hacer que nuestros voceros políticos y empresariales entiendan de una vez por todas que los sobornos y el despilfarro se tienen que acabar si queremos tener un futuro próspero.

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