A propósito del atentado en el centro comercial andino

Ismael Molina

Economista

El terrorismo, como su propia acepción lo establece, implica el ejercicio de generar terror. En la práctica política su uso se hace con el objetivo de controlar la población y/o el territorio con base en el miedo, por inexplicable que sea el origen o las justificaciones que se tengan para obtener dicho fin.

El terrorismo, tan usado en la actualidad por diferentes grupos extremistas, tanto de derecha como de izquierda, con tan variadas justificaciones que van desde las religiosas, étnicas o políticas, no siempre fue usado para dar visibilidad a tales propósitos.

En el pasado, el terrorismo fue un arma política que tuvo efectos muy importantes a las sociedades que lo soportó. Así por ejemplo, el ascenso del nazismo al poder en Alemania estuvo precedido por una sensación de inseguridad impuesta por los grupos nazis y de los cuales eran culpados los grupos de sindicalistas y de la izquierda alemana; en la antigua Unión Soviética, la persecución y exterminación de los partidarios de León Trotsky por parte de José Stalin fue justificada por el asesinato de un alto jerarca del Partido Comunista realizado en el interior del Kremlin, acción planificada y perpetrada por el propio Stalin.

Es decir, el terrorismo y las acciones intrépidas han sido utilizados por los detentadores del poder para amedrantar y desviar la atención de lo importante para obtener ventajas que de otra manera no lo lograrían. Por eso, ante toda acción terrorista, debemos preguntarnos quiénes son los beneficiarios, para poder identificar a sus responsables y determinadores últimos.

En nuestro país, las mentiras y tergiversaciones, los asesinatos selectivos o las masacres, como formas diversas de terrorismo, han sido métodos utilizados para obtener réditos políticos que han servido para apuntalar un régimen político antidemocrático, que por medio de la exclusión y el clientelismo ha hecho de la democracia una caricatura y donde las familias oligárquicas que han manejado el país se turnan para mantener una sociedad pre-moderna, corrupta y con altísimos niveles de desigualdad.

Esa realidad se expresó en el pasado reciente con la pretensión de exterminar un partido político como la UP, o en la actualidad en los asesinatos selectivos de líderes sociales o de reclamantes de tierras usurpadas por grupos paramilitares que promovieron y realizaron masacres indiscriminadas para justificar la seguridad “democrática” de terratenientes y grandes capitalistas.

El atentado del pasado 17 de julio en el Centro Andino de Bogotá es un acto inaceptable en cualquier sociedad civilizada. Colocar una bomba con el único objetivo de hacer daño indiscriminado se clasifica en esas expresiones del terrorismo que pareciera no tener explicación e intención específica. Veamos a quién beneficia una acción tan demencial como la ejecutada ese día.

Si la acción ha sido llevada a cabo por grupos contestarios como el ELN (Ejército de Liberación Nacional) o MRP (Movimiento Revolucionario del Pueblo) su comportamiento no sólo es equivocado sino también estúpido. En un momento político donde se está tratando de pasar la página de una confrontación armada entre el Estado y las guerrillas de las Farc, esta acción demencial no solo va en contravía de esta pretensión sino que le sirve a todos los enemigos de este propósito nacional, para poder salir a pregonar la fragilidad del proceso y revindicar la necesidad de un Estado represor que ponga orden y proteja la vida y la tranquilidad de la comunidad. Esa acción justifica la guerra y entrega argumentos para desconfiar de un proceso de paz que requiere profundas reformas sociales y económicas para su consolidación.

Las noticias sobre las capturas de los supuestos responsables del atentado, sindicados como militantes del MRP, tienen todos los visos de una cacería de brujas cuyo objetivo pareciera dirigido a enlodar a personas y grupos sociales que han apoyado el proceso de paz, para sembrar más desconfianza en el proceso que se lleva acabo con las Farc.

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