Sólo a los gobernantes pertenece el poder mentir

Darío Ortiz

La frase que titula hoy mi columna no es el descabellado pensamiento de un sociópata, sino parte de la propuesta que hizo Platón de la República ideal en uno de los diálogos de su célebre obra. Los gobernantes tienen que mentir, según Platón, “a fin de engañar al enemigo o a los ciudadanos a beneficio del Estado” y a diferencia de otras propuestas del gran filósofo griego parece que ese consejo lo aplican todavía con mucha diligencia quienes nos gobiernan.

El escándalo más reciente sobre gobernantes mentirosos es, sin duda, el del expremier británico Tony Blair que no solo sabía que Irak no tenía armas de destrucción masiva, y con esa excusa llevó a su país a una guerra de invasión, sino que también hizo un plan con el presidente español José María Aznar para mostrar que intentaban evitar la guerra como ha desenmascarado el informe Chilcot. Hoy, Blair pide disculpas y admite que esa guerra es la principal causa del ascenso del Estado Islámico (EI), cuyos terribles actos terroristas tienen en alerta a medio mundo. Ya sabíamos que el presidente norteamericano George W. Bush también había mentido sobre ese tema como principal promotor del conflicto. Es más, Bush mintió 935 veces en dos años sobre las armas de destrucción masiva de Irak y 532 ocasiones sobre los vínculos de Al Kaeda según Charles Lewis, fundador del Center for Public Integrity.

En Colombia, mientras tanto, donde la mentira ha producido tanta violencia, organizaciones de víctimas y opositores al proceso de paz, han insistido en la necesidad de una verdad absoluta de todos los desmanes y crímenes cometidos por la guerrilla durante decenas de años de guerra como otra de las condiciones que piden para aceptar los acuerdos de La Habana; amén de pedir también enormes penas por crímenes atroces y la no elegibilidad política. La verdad como condición del perdón y la reconciliación.

Lo cierto es que el texto acordado de justicia transicional entre las Farc y el Gobierno exige la verdad de los hechos como la única manera de acceder a los privilegios de rebaja de penas y excarcelaciones ante los crímenes cometidos durante el conflicto tanto por guerrilleros como por los agentes del Estado.

En ese torrente incalculable de verdad que se nos avecina, lleno de miles, de millones de folios que narrarán con lujo de detalles la demente capacidad humana para destruir y hacer daño, me pregunto si veremos, como parte necesaria del final de la guerra, a nuestros gobernantes y al estado contar algunas verdades que nos deben.

Podrían, por ejemplo, comenzar por contarnos sobre el Napalm que Rojas Pinilla botó sobre Villarrica o el que cayó en la operación Marquetalia, o decirnos quién ganó las elecciones presidenciales de 1970. Quizá eso es mucho pedir, porque sus protagonistas están muertos. Nos conformaríamos con saber quién fue el determinante de algunos crímenes de Estado, o que pasó en el palacio presidencial el día de la retoma del Palacio de Justicia, o cuanto y qué sabía realmente Samper de su elefante, o simplemente podría el expresidente Uribe, que tanto pide justicia, contar sus relaciones con los vecinos de finca, o la transformación de las Convivir, o sus relaciones con los paramilitares o quién daba las ordenes a su director del DAS, o al menos que cumpla la promesa de mostrar las declaraciones de renta suya y de su familia.

Está bien. Que nuestros gobernantes no confiesen lo que todo el país sabe. Pero que al menos tengan la entereza de Clinton o de Blair de pedir perdón por sus errores. Porque hablar de paz y de verdad es muy fácil, y cualquiera pide justicia, pero lograr que nuestros dirigentes nos digan siquiera una de las verdades que ocultan, que confiesen una sola de sus mentiras, no es más que un ideal platónico.

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