El otoño de los patriarcas

Guillermo Pérez Flórez

Hay quien dice que de las revoluciones se sabe cuándo comienzan pero no cuándo terminan. Y es verdad. De la cubana solo conocemos que inició el 1 de enero de 1959. Quizá la historia diga mañana que Fidel fue su alfa y omega. Quizás también que Raúl fue el Sancho de Fidel, que tuvo por encargo del destino poner realismo a un delirio revolucionario de medio siglo. La revolución ha terminado. Y lo ha hecho por el lento e imperceptible paso del tiempo que todo lo puede. Ahora es una revolución vieja y exhausta, que se esfuerza para mantenerse en pie mientras encuentra cómo salir de su propio laberinto. No solo de consignas vive el hombre. La propaganda oficial se ha vuelto paisaje. “Hemos prometido vencer, y venceremos”. “Estudio, trabajo y fusil”. Todo es parte de una gramática que ya no encaja.

Cuba es un lugar especial. Un entrecruce de caminos en donde coinciden el realismo mágico de García Márquez con lo real maravilloso de Alejo Carpentier. Que un grupo de rebeldes comunistas le hayan dado libertad, dignidad y bienestar a su pueblo se corresponde con lo primero. Que una pequeña isla haya desafiado y vencido a un imperio, es parte de lo segundo.

Ahora el capitalismo está de vuelta. La propiedad privada está de vuelta. El mercado está de vuelta. Los gringos están de vuelta. Los Ford, los Dodge, los Mercury, los Chevrolet y los Pontiac, tan antiguos como la revolución, circulan cansados por las ruinosas calles de La Habana para testimoniar una época que amenaza con volver y que nadie quiere que vuelva. Aquella en la que Cuba era solo carnaval y Tropicana. La cuestión es que el Partido, el omnipresente ‘Che’ Guevara y el quijotesco Fidel también hacen parte de otra época, que quizá muchos anhelan porque dio sentido a sus vidas y mantuvo viva la utopía, pero que fue incapaz de actuar con sensatez. En la Cuba de Raúl el futuro ya no es lo que antes era. Casi nadie tiene grandes expectativas. Existe una alegría triste.

Qué pasó aquí. Aún es muy pronto para juzgarlo. Además, el primer veredicto corresponde a este pueblo amable, jovial, caribeño, con el don de la palabra hablada. Capaz de pedalear un bici-taxi y, al mismo tiempo, analizar el mundo con la misma naturalidad que un abogado entrega lecciones sobre Carpentier o un soldado presta guardia ante el Granma. Un pueblo enemigo de los juicios tajantes de aprobación o desaprobación. Que sabe servir sin ser servil; que sabe sonreír en medio de la adversidad y la escases; y que, como pocos, también sabe hablar con sus silencios.

Es difícil desprenderse de un prejuicio. De los gringos se dice que siempre hacen lo correcto después de haber hecho todo lo demás. De los Castro se podría predicar lo mismo. La pregunta que queda para la historia es si fue justo y necesario someter a todo un pueblo a un asfixiante bloqueo durante cincuenta años. Barack Obama y Raúl Castro pasarán a la historia como dos hombres que se pusieron de acuerdo para que en América se recuperara la cordura.

Hay que volver a La Habana, antes de que termine el otoño de los patriarcas.

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