La intolerancia ibaguereña

Guillermo Pérez Flórez

Un informe de Medicina Legal acaba de revelar que Medellín e Ibagué son las dos ciudades más intolerantes del país. La capital antioqueña pasó de mil 570 riñas a dos mil 767, en los últimos 2 años, y en lo que va de 2015 la cifra ya está en mil 887; de seguir así, la ciudad superaría las tres mil riñas. Ibagué, por su parte, en solo seis meses llegó a 975 riñas, la misma cantidad que tenía al finalizar 2012. Complicado el asunto.

¿Por qué los colombianos somos tan propensos a irnos a las manos? Muchas son las causas. El informe revela, por ejemplo, que en Neiva la situación iba relativamente bien hasta las fiestas de San Pedro, durante éstas la Policía tuvo que atender 833 riñas callejeras e incautar 364 armas blancas (cuchillos, machetes y navajas). Terrible. Según un estudio del Dane las causas asociadas a las riñas y peleas más comunes en Colombia son responder a agresiones verbales o a actitudes irrespetuosas -50.3 por ciento- y defender a otra persona -23,7 por ciento. En otras palabras, aquí se responde a un madrazo con machete o cuchillo. De ahí la importancia de cuidar las palabras, el lenguaje.

El informe forense sobre riñas da pie para hacer una reflexión en torno a la violencia en el Tolima. Nuestro departamento ha sido uno de los más afectados por los conflictos políticos armados, desde tiempos inmemoriales. Basta con recordar que el actual hunde sus raíces en Gaitania (Planadas), en la guerra entre los ‘limpios’ y los ‘comunes’, fruto de la intolerancia entre Jacobo Prías Alape (Charro Negro) y Jesús María Oviedo (Mariachi). Desde esas calendas las distintas regiones del Tolima han padecido violencia política y social. Por eso en una época, a los tolimenses nos decían ‘chusmeros’. Y nos sentíamos orgullosos de ser los primeros en ir a la guerra y los últimos en ir a la paz. ¡Valiente estupidez!

Para mí, el tolimense no es una persona violenta, sino violentada por la falta de justicia. Los muchachos que hoy se atraviesan a navaja y cuchillo en Ibagué, por cualquier cosa, son víctimas de la falta de educación y de trabajo. Pero además, llevan en sus genes medio siglo de violencia homicida. No me causa extrañeza alguna que Ibagué muestre estos índices. Muchos de estos jóvenes son hijos de víctimas de la violencia en el Sur del Tolima, desplazados que tuvieron que huir ante la ausencia de un Estado que les garantizara seguridad y oportunidades para llevar a cabo un proyecto de vida digno.

Necesitamos hacer una cruzada por la paz, la reconciliación y la convivencia en el Tolima. Desarrollar una pedagogía de la civilidad. Fue precisamente un tolimense, el exgobernador Ariel Armel, quien impulsó la Cátedra de la Paz, hoy elevada a la categoría de ley (1732 de 2014). Mucha falta no está haciendo esta cátedra. Es necesario enseñar a nuestros niños y jóvenes a resolver las controversias de manera civilizada, sin apelar a la violencia física o verbal.

Violencia política y violencia cotidiana no están tan desconectadas como se piensa. Son hijas de una misma madre: la intolerancia.

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