De Charlottesville a Barcelona

Guillermo Pérez Flórez

Hay una epidemia mundial de odio. Es un fenómeno social que debe analizarse bien, pues el odio, contrario al amor, no es una necesidad humana, es algo que se cultiva, que se aprende, que se inocula. Si usted amigo lector tiene hijos o nietos, abrácelos y dígales que los quiere, mitigará un poco la dosis de odio que a diario reciben.

Las manifestaciones racistas en Charlottesville (EE.UU.), promovidas por el Ku Klus Klan y grupos neonazis, tienen un conector invisible con los atentados en Cataluña: el odio tribal que se estimula desde las cúpulas del poder, en sus diferentes denominaciones. El presidente Trump tiene su cuota de responsabilidad con sus imprecaciones y vetos contra los mexicanos y los inmigrantes en general, como si en EE.UU. todos no lo fueran, a excepción de los pocos indígenas que sobreviven. Así, la profecía de Samuel Huntington sobre el Choque de civilizaciones se está cumpliendo. Pero es una profecía auto-cumplida, es decir, aquella que de tanto repetirse, desearse e invocarse se realiza. No es que los blancos, los negros, los judíos, los cristianos, los musulmanes, los hindúes, o los homosexuales y los heterosexuales, no puedan vivir bajo un mismo cielo. No. Claro que pueden. De hecho incluso creo que lo quieren. Pero quienes utilizan el odio para sus fines económicos o políticos consiguen exacerbar pasiones irracionales que conducen a la locura asesina. El odio, reitero, es una construcción. Nadie odia en abstracto. Cada odio fabrica su propio objeto, el cual debe tener perfiles satánicos, repugnantes. Entonces se producen en el sujeto que odia reacciones de naturaleza instintiva, como la necesidad de defenderse. Cuando los supremacistas blancos atacan a otros, sean judíos, negros, latinos, gais o musulmanes, lo hacen porque sienten que si no actúan van a desaparecer. En Europa entera se está llevando a cabo una campaña de odio instrumental. Por fortuna en Francia hubo una reacción y se frenó la llegada al poder de la señora Le Pen. Los terribles episodios de violencia vividos esta semana en Cataluña son un efecto del odio sembrado en otras partes del mundo. Desde luego, esto no los justifica. No. Pero no es un choque de civilizaciones, como nos lo quieren hacer creer sino la cosecha de odio que Occidente ha sembrado con sus intervenciones en el mundo árabe.

Mis hijos y mi nieta estuvieron hace apenas unas semanas caminando por Las Ramblas en Barcelona, me estremezco de solo pensarlo. Siento entonces que no puede haber lugar para la indiferencia de lo que sucede en otros lugares. Y que la internacional populista que promueve el odio so pretexto de salvarnos de los otros, llámense judíos, musulmanes, gais, comunistas o castro-chavistas, hay que detenerla. Por cada grupo de odio que exista deberíamos constituir cinco de amor. Debe condenarse, rechazarse toda forma o expresión de odio e intolerancia política, religiosa o social. Es la única manera de evitar tragedias como las de Charlottesville o Barcelona y de que nos hundamos en un abismo ético y moral sin poder tocar fondo.

El odio es el instrumento para destruir la democracia y los valores de una sociedad democrática y pluralista.

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