El ocaso liberal

Guillermo Pérez Flórez

La crisis liberal protagonizada esta semana por la renuncia al partido de varios exministros de Estado, es solo un capítulo más de una antigua y larga historia que hunde sus raíces quizás desde cuando a principios de los ochenta, Darío Echandía dijera que se avergonzaba de ser liberal. Ya para esa época el partido acusaba un déficit ético y una pérdida de sintonía con los sectores populares. 

Precisamente esto empujó a una generación, liderada por Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara Bonilla, a rebelarse a cielo abierto contra el aparato liberal y a lanzar la propuesta de un Nuevo Liberalismo, buscando cambiar la manera de entender y hacer la política, reducida solo una a gestión de redes clientelares. Galán y Lara anunciaron las nefastas consecuencias que traería el narcotráfico, y se inmolaron. Fueron profetas que muy pocos quisieron escuchar, a quienes el país dejó solos en el momento en que más apoyo demandaban, cuando enfrentaron la más siniestra y violenta organización mafiosa que había existido en el país, superada solo, años más tarde, por las hordas del paramilitarismo que a ritmo de fusiles y motosierras se enquistaron dentro del propio Estado. Tras su rebelión, Galán regresó al partido para intentar transformarlo desde adentro, pero su efímera presencia tuvo el mismo efecto que tiene un río cuando desemboca en la mar.

El presidente César Gaviria, que como se sabe heredó las banderas de Galán sin haber luchado por ellas ni un solo día, ejecutó un ideario y una praxis alejadas de los postulados de Galán y Lara. Puso en marcha, acorde con el Consenso de Washington, un programa neoliberal que sacó a escobazos del partido a las organizaciones sindicales y agrarias, a los movimientos sociales y estudiantiles, e inauguró un modelo plutocrático que necesita de la corrupción, la fuerza y el clientelismo para mantenerse en el poder. Así, el liberalismo continuó alejándose de las clases medias y populares. Aduciendo que solo el sector privado podía ser eficiente, Gaviria lanzó un dogmático programa de privatizaciones, un sibilino proceso de expropiación de la riqueza pública que entregó a unos pocos, ese es el verdadero núcleo duro de la corrupción.

El liberalismo perdió la oportunidad de regresar al poder en las pasadas elecciones con Humberto de la Calle, el candidato más experimentado, preparado y serio de todos, y la festinó en busca de prebendas burocráticas. Si a De la Calle le hubiesen entregado la jefatura liberal, como lo propusimos algunas personas, para que desarrollara su propuesta de liberalismo igualitario, otra sería la historia. No voy a decir que habría ganado las elecciones, no, pero sí iniciado la reconstrucción de un partido centenario entrañablemente ligado a la historia nacional. Se quiere leer la crisis liberal actual como el enfrentamiento entre César Gaviria y Ernesto Samper, y es una equivocación. Hay cosas mucho más de fondo. Ya habrá espacio para hablar de ello.

El liberalismo es hoy un cadáver insepulto, y Gaviria cargará con esa cruz… hasta que encuentre un Simón que le ayude a llevarla.

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