La cuestión territorial

Guillermo Pérez Flórez

El debate sobre las consultas populares municipales en torno a la explotación de recursos naturales no renovables, es, probablemente, uno de los más interesantes y relevantes que puedan darse en el país desde la perspectiva jurídico política, porque plantea la relación entre la Nación y las entidades territoriales, un asunto aún por resolver. La gobernanza territorial es una de las claves secretas de la paz, el desarrollo, la seguridad y la equidad, y pese a su importancia no ha sido objeto de atención suficiente. Los problemas más críticos que tenemos, como conflicto armado, minería ilegal, deforestación, cultivos de uso ilícito, narcotráfico y contrabando, corrupción y apropiación de rentas, tienen un común denominador: el déficit de gobernanza territorial. Por eso se ha dicho que tenemos más geografía que historia, y más territorio que Nación. Colombia no ha podido ocupar y controlar todo el territorio que es, valga decirlo, no solo el suelo, sino también el espacio aéreo, la plataforma continental y el mar territorial junto con los recursos y los factores culturales e idiosincráticos.

En ese contexto se inscriben las tensiones y fricciones entre la Nación y las entidades territoriales, las cuales se vienen expresando a través de las consultas populares que se extienden como mancha de aceite a lo largo y ancho del país (más de ciento cincuenta), democracia participativa en estado puro. Los ciudadanos compraron el espíritu de 1991, cuyos valores esenciales son la soberanía popular, la participación ciudadana como derecho fundamental y la autonomía territorial, que hace del municipio la entidad fundamental del Estado. Un absoluto cambio de paradigma en lo que se refiere a quién es el principal sujeto político del sistema. En la Constitución del 86, la soberanía residía en la Nación, y sobre esta plataforma se construía toda la arquitectura institucional. Precisamente por esa razón, la Nación podía afirmar como Luis XIV ante el parlamento de Francia: “El Estado soy yo”, y de ella se derivaban todos los poderes. La carta del 91 sustituyó la soberanía nacional por la soberanía popular, y esto lo transforma todo. Puede decirse que la Nación fue destronada, y que en su lugar, se instaló el “pueblo” como nuevo soberano, lo cual fue reforzando la “democracia participativa”. Soberanía popular y democracia participativa pertenecen a una misma familia de institutos, que se ve complementada por las convenciones sobre derechos humanos y por los mecanismos de protección de los mismos, como la acción de tutela y la acción popular. Recientemente, la Corte Constitucional y el Consejo de Estado han emitido sentencias con cierto grado de contradicción, aunque se reconocen en lo fundamental: la Nación ya no es el propietario del subsuelo (como en el 86), sino el Estado, y de éste hacen parte las entidades territoriales, y por supuesto la gente. El debate territorial está abierto, por ello sorprende que el Gobierno no haya designado a nadie en la Agencia de Renovación del Territorio (ART), entidad que tiene a su cargo el desarrollo de los acuerdos de paz en los 356 municipios más afectados por el conflicto. Bienvenida la discusión.

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