El deceso de Alan García

Guillermo Pérez Flórez

Ignoro cuál puede ser el sentimiento de los peruanos frente al suicidio del dos veces presidente Alan García, pero supongo que al menos de estupor. Fue uno de los líderes más controvertidos del Perú contemporáneo, sus biógrafos tienen la tarea de hacer una autopsia política que sin duda será fascinante, en razón a las diferentes vivencias de este hombre, poseedor de una enorme capacidad para reinventarse, y, desde luego, por el final trágico que él mismo quiso darle a su existencia.

La decisión García va a abrir un debate profundo sobre la política y la justicia peruanas. Algo grave pasa en un país cuando todos sus expresidentes están judicialmente procesados. ¿Estamos ante un caso de corrupción generalizada? ¿Socavó ese cáncer todas las estructuras morales de la sociedad peruana, hasta tal punto de que casi nadie pudo escapar a esa patología? O estamos en presencia de un aberrante fenómeno de judicialización de la política y de politización de la justicia.

Hace unos meses pregunté a un querido amigo limeño, cuál podría ser la suerte judicial de García, tras saberse que había una investigación preliminar por un presunto caso de corrupción relacionado con la multinacional Odebrecht. Me dijo que veía casi imposible que fuese a la cárcel dada la enorme influencia que ejercía el Apra sobre el poder judicial peruano. Esto hacía de él un hombre intocable. ¿Qué pasó entonces? ¿Eran tan evidentes las pruebas que se volvió imposible para sus jueces amigos garantizarle impunidad? Porque quitarse la vida para enfrentar una conjura judicial y poner a salvo el honor me parece una equivocación. Es darles gusto a los adversarios. Quizás por ello les dice en la carta de despedida que les deja su cadáver, como una muestra de su desprecio. Un intento de evadir su derrota.

García conoció la gloria y el infierno, y seguramente se prometió que escogería la muerte antes que volver a este. Además, estaba convencido de que su “misión” política estaba cumplida, al haber llevado el Apra al poder en dos oportunidades. Concluida ella más nada le quedaba. Una prueba irrefutable de que se veía solo en una dimensión, en la de político. No se consideró como padre ni como abuelo y menos como intelectual. “Le dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones”. Un apego al poder de tintes patológicos, que denota megalomanía, egocentrismo y mezquindad con los suyos. No existe heroicidad en ese hecho. Creo que allí está la clave del mismo, más que en la dignidad invocada. Con respeto y consideración hacia sus deudos, creo que la carta no lo salva, por el contrario, lo condena. Sólo deja intactos su orgullo y su soberbia. Su auto sobredimensionamiento histórico, superior al de Abimael Guzmán, quien se creía la cuarta espada de la revolución mundial.

Posiblemente sea prematuro un juicio histórico sobre García, sin embargo, dudo que la historia vaya a ser indulgente. Será recordado por la hiperinflación de su primer gobierno, y por la renuncia a la vida, ante una causa judicial que consideró injusta. El suicidio no lo convierte en Sócrates.

Comentarios