El país dividido

César Picón

La polarización del país ha seguido creciendo conforme se conocen nuevos avances del proceso de paz. El anuncio del cese al fuego bilateral y definitivo agitó nuevamente las masas del país: unas celebraron con ahínco el silenciamiento de los fusiles, considerando que era el “último día de la guerra”, pero otras reaccionaron con desdén y no solo criticaron la determinación de instalar zonas de concentración guerrilleras sino todo lo que hasta ahora se había acordado en La Habana.

“La paz está herida”, dijo el máximo jefe de la oposición. En honor a la verdad, no ha habido un solo acuerdo que no haya producido un candente debate en los diferentes círculos de Colombia.

La Reforma Rural Integral, la participación política de los jefes guerrilleros, el acuerdo sobre drogas ilícitas, el de justicia transicional y el recientemente anunciado, han exacerbado los ánimos en un país que, aunque parece anhelar unánimemente la paz, evidentemente no ha construido un acuerdo frente a la forma de alcanzarla.

Una buena parte del país considera que llego el momento de la paz -así sea imperfecta- y está dispuesta a apoyarla. Otra, bajo un razonamiento diferente y tal vez influenciada por una contundente oposición al proceso, además reforzada por la inacción de muchos que dicen estar comprometidos con la paz, se ha invadido de tal desconfianza que a veces pareciera preferir la guerra conocida que la paz por conocer.

Parodiando el célebre discurso “Una casa dividida”, pronunciado en 1858 por el entonces Presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, un país dividido contra sí mismo difícilmente podrá mantenerse en pie. Tarde o temprano tendremos que llegar a un consenso.

Aseguramos en este momento lo que Mockus llamó la “paz imperfecta” y nos encaminamos por la senda de la reconciliación, incluso alentando al resto de insurgencia a seguir el mismo camino, o retornamos con más valor y furia al campo de batalla para garantizar el “ojo por ojo” contra quienes -todo hay que decirlo- han sembrado terror en el pueblo colombiano. Hay diferentes formas de conseguir lo que se quiere, unas más costosas que otras.

Esa es una decisión inaplazable que implica poner a prueba nuestra moral y explorar nuestro juicio más profundo, más allá de los puros sentimientos y creencias, o de los raciocinios ajenos que intentan penetrar nuestra razón.

¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por conseguir que las generaciones venideras vivan en paz?, ¿si no es así y ahora, cuando y como podremos espantar los demonios de la guerra?, ¿nuestra idea de democracia solo acepta cuestiones lógicas e irrefutables o es capaz de explorar arreglos para construir un nuevo país?, ¿los sacrificios de todos los caídos en la guerra deberán seguir encendiéndola o servirán para apaciguarla hasta morir?

“Llegaremos a ser una cosa o la otra en forma total”, o los opositores de la paz logran consagrar la idea de que es inaceptable una paz como la que se está conformando en el país, o los acuerdos pactados logran calar en las conciencias de los ciudadanos para indicarles que recorren el camino correcto.

De una forma u otra el país “no se derrumbará, solo dejará de estar dividido”, entonces transitará hacia su propio estado ideal.

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