Lectura de la segunda carta del apóstol San Pedro 3,12-15a.17-18

Jhon Jaime Ramírez Feria

Queridos hermanos: Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia. Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables.

Considerad que la paciencia de Dios es nuestra salvación. Así, pues, queridos hermanos, vosotros estáis prevenidos; estad en guardia para que no os arrastre el error de esos hombres sin principios, y perdáis pie. Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria ahora y hasta el día eterno. Amén.

Meditación: La paciencia de Dios es nuestra salvación

La segunda carta de apóstol san Pedro permite la meditación sobre la importancia de cultivar la esperanza, la caridad y la fe en el Señor.

La esperanza es una palabra central de la vida de la persona. Se constata que a lo largo de la existencia se tienen muchas y diferentes esperanzas; la esperanza de un amor grande y duradero, la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de la vida. Sin embargo, “cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino” (Spes Salvi 30). Pero el creyente tiene la gran esperanza que supera todo lo demás: esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar.

“Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto”. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza; su amor es la garantía de que existe aquello que esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es “realmente” vida. Es la razón que lleva al apóstol Pedro a decir que “esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habite la justicia”.

Siguiendo el texto aparece una responsabilidad “crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo”. La fe en Cristo salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que precede y transforma desde dentro, que obra en y con la persona. “La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano. Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20), y exhortar: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones (Ef 3,17). (Cfr Lumen Fidei 20-21).

Ahora bien, como lo señalaba el Papa Benedicto XVI, “hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas Est 1).

La vida cristiana se sostiene del amor, del cual Dios colma, y que se comunica a los demás porque “la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Romanos 5,5).

Arquidiócesis de Ibagué

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