Viajar

Benhur Sánchez Suárez

Viajar es uno de los placeres más grandes del hombre. Tanto como comer, leer o compartir el amor con el ser amado.

Lo ideal es que viajar genere el conocimiento. Experimentar costumbres, saborear otros alimentos, conversar con personas distintas a las habituales y olvidar la rutina, que tanto agobia a los seres humanos y genera tantos desequilibrios.

Por generosidad de mis hijos estoy viajando por varios retazos de Colombia. Lo digo, no porque no lo hubiéramos hecho antes, cuando yo era el padre y ellos acomodaban sus deseos a mis deseos, sino porque ahora lo hacemos como amigos. Una manera distinta de compartir la vida. Y, además, con sus hijos. Mis nietos. Una sensación totalmente diferente y un placer aún mayor, como recibir inyecciones de vida nueva.

Primero del Tolima hacia Cundinamarca. Así que nos enrumbamos con mi hija de Ibagué hacia La Mesa. Ella maneja como los dioses. Mi nieta va atrás y también acomoda el paisaje en su corazón y a su manera. Indica muchas veces lo que hay que hacer, con una locuacidad sorprendente para sus escasos años.

Yo voy sumergido en el sopor del calor de la doble calzada, que ha reducido las distancias y los tiempos del viaje, mientras la meseta invita a la alegría.

En La Mesa nos alojamos en su apartamento familiar. La falta de agua, que obliga a continuos racionamientos, no es obstáculo para que la mirada se embriague con los distintos tonos de verde que acolchan las montañas y asombran por su calidez. Gozamos del sol, de calor y de los alimentos que nacen de las diferencias de clima y altitud.

Días después vamos para Bogotá, donde me alojo en el apartamento de mi hijo mayor. Y al día siguiente, con su esposa y mi nieto, nos dirigimos a Villa de Leiva. Él también es un excelente conductor.

Boyacá es el paisaje que estremece. Son esas bandadas de nubes que abrazan los picos de las montañas y se deslizan hacia las hondonadas que llenan de historias la imaginación.

Es mucho lo que hay que hacer en esa ciudad blanca, que nos habla de dinosaurios y conquistadores, de monjes y de artistas, y donde mi nieto me enseña lo que es el amor filial o me hace practicar los juegos que yo creía perdidos en algún recoveco de mi corazón. Elevamos cometas y disfrutamos el golf en miniatura y nos reímos casi hasta el desmayo.

Mañana partiré hacia Cartagena, donde un universo diferente probará mis sentidos y mis conocimientos, y hablaré de un amigo escritor con quien he compartido mi vida literaria.

Viajar, qué hermosa experiencia. Por todo esto Colombia es hermosa y deseada. Un país que no se merece la clase de asesinos que la habita.

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