De la fiesta de los libros

Benhur Sánchez Suárez

Hace algunos años dejé de entusiasmarme con viajar a Bogotá para participar en la Feria del Libro, que por su sigla se nombra Filbo.

De ser protagonista en las primeras, que se constituían en una verdadera fiesta de la inteligencia y la amistad, pasé a la indiferencia.

Era tan afiebrado por estar en medio de la fiesta de los libros que mis vacaciones laborales las programaba para poder estar los quince días metido en los pabellones, recorriendo los puestos de las editoriales, abrazando a los escritores, mirando los libros posibles y los imposibles y al frente de los míos, que se vendían bien, aunque nadie lo notara.

Desde el 2010, cuando tuve el traspiés de mi corazón, no volví, sino a unos pocos actos puntuales y comencé a perderle el gusto a un acontecimiento que en verdad no era una fiesta sino un mero acto comercial en el que había comenzado a perderse el protagonismo del escritor para darle preponderancia a la negociación, a la transacción del objeto como un espectáculo circense y no como el producto de la inteligencia.

Entonces, la fiesta de los libros pasó a ser la feria de las vanidades. Había qué ver los nuevos modelos de sombreros en las cabezas más brillantes del país, las bufandas de variados estilos y última generación como banderas amorosas, tibias, sobre los cuellos lívidos.

Y las miradas altivas, que a duras penas se permitían un saludo distante y evasivo para esos escritores desconocidos con ánimos de participar en la fiesta, pero temerosos ante la arrogancia sublime de los grandes creadores del país y del exterior, que siguen pensando que son mejores que los demás.

Recuerdo que hace unos años, un genio de esos me dijo con una copa de vino en la mano “yo soy el mejor escritor de nuestra generación”. Creo que sonreí, para evitar la carcajada.

Hace mucho que sé que nadie es mejor que los demás, ni peor, sólo somos producto de la comunicación, unos nos comunicamos peor o mejor que los otros y el libro necesita, más allá de su calidad, de divulgación, esa que se hace mezquina y privilegiada hasta en una fiesta tan grande como una feria del libro.

Eso comencé a analizar en la distancia, por mi estado de salud. Y entonces decidí no asistir más, ni siquiera a la presentación de algún libro mío.

Salvo un acontecimiento extraordinario que concite mi interés, no vuelvo a perder tiempo y dinero, aunque ahí estaré si hay una verdadera fiesta del libro y la lectura.

Por ahora nada cambia.

Sólo es positivo de la feria, el público. Ojalá carguen toneladas de libros, así no sean los míos. Que lean. Eso me hace sentir vivo.

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