El uso jubiloso de las manos

El mercadeo capitalista vació el erotismo de su cargas imaginativas y rituales para volverlo mercancía, o, en el menos atractivo de los casos, comida rápida, como el que se engulle una hamburguesa.

Hace unos tres años, en Extremadura, España, la junta socialista entonces en el gobierno organizó unos talleres de masturbación para adolescentes, a fin de ajustar los planes de educación sexual. La campaña tuvo un nombre muy acorde con las publicidades contemporáneas: “El placer está en tus manos”, y tenía como fin, según sus promotores, “prevenir embarazos no deseados” entre la muchachada. El cuento es que hubo debates y preguntas sobre cómo se impartirían las “clases de paja” y si habría exámenes y otro tipo de evaluaciones.

No sé, en últimas, en que habrá parado el tema de los pajizos talleres, pero sí me pareció que en otras “témporas” nadie requería de tales capacitaciones, porque las mismas se dejaban a la imaginación, sin importar mucho si tus padres decían que masturbarse era causa de cegueras, mongolismos y tisis, o de tener manos peludas. O si curas y maestros consideraban pecaminosas tales prácticas del placer solitario. Ah, y digo que la imaginación ayudaba mucho puesto que buena cantidad de chicos de los sesenta, por ejemplo, eran amantes de la Monroe, la Welch, la Cardinale y la Loren, para no extender el catálogo de divas, que los asistían en sus artes masturbatorias.

Estos preliminares se nos ocurren porque hace unos meses estuvimos conversando, en una tertulia literaria , sobre “La casa de las bellas durmientes”, de Yasunari Kawabata, el escritor japonés creador de la llamada “novela miniatura”. En la audiencia se mezclaban jovencitos y adultos para hablar (o escuchar) del viejo Eguchi, de sesenta y siete años, protagonista de la perturbadora obra del escritor de Osaka. Y se notaba, en la mayoría de asistentes, una especie de represión para referirse a las “bellas durmientes”, aquellas chicas vírgenes, narcotizadas, que mostraban su desnudez a los que ya portaban “la fealdad de la vejez”.

Llamó la atención el hecho de que ningún joven (ya habían leído el libro) habló sobre la novela. Quizá les pareció que ellos nada tenían que ver con la tristeza y desamparo de la vejez y menos aún, con ir a un extraño burdel en el que las muchachas dormidas estaban a expensas de viejos que, como Eguchi, de pronto caían en la nostalgia de recordar un beso de “hacía más de cuarenta años”. O tal vez no entendían que la contemplación de formas femeninas dormidas lindaba más con el asombro y el misterio que con la comercialización de la lascivia.

En esa cámara secreta de las bellas durmientes, la poética de Kawabata, que tiene aromas de cerezos en flor, ponía en vilo la capacidad del erotismo, de aquel que todavía era parte de la cultura y la creación, y no de las chabacanerías de hoy. Quizá nada más triste que la “tristeza de un anciano al tocar las manos de una muchacha dormida”. Y tal vez esos jóvenes oyentes pensaban que ellos no llegarían a aquellas edades en que todo se deja a la contemplación; que estaban en edad de atravesar los torrentes carnales sin las debilidades de Eguchi, en rigor un viejo joven.

No estaría por demás ensayar otra interpretación. ¿Podría un anciano volver a sus edades primeras (y primorosas) al contemplar una chica dormida y desnuda? ¿Volver a aquellos días en que sin requerir talleres para el uso jubiloso de las manos, acudía a la imaginación para tener a su lado muchachas despiertas y con olor a leche y sentir las gracias del sexo en solitario? Tal vez hoy poco interese que el cuerpo de una muchacha tenga música. Quizá el llamSdo progreso haya acabado con las artes eróticas, que es lo mismo que exterminar la dimensión poética del sexo. Y de las manos.

Credito
ROBERTO SHAVES-FORD

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