Corrupción, impunidad y ser nacional

Robert Shaves Ford

Una vez, irritado, un líder regional dijo que cuando los pueblos se cansan, “hacen tronar el escarmiento”. Podríamos traducir escarmiento por castigo ejemplar. Cuando ocurre, el escarmiento induce a quienes lo contemplan a experimentar en cabeza ajena el daño que sufrirían ellos mismos de cometer un entuerto. Su función, por lo tanto, es eminentemente preventiva o, si se quiere, educativa.

A la inversa, cuando a un delito no lo sucede un castigo ejemplar, cuando un crimen se queda huérfano del castigo que le correspondería, su orfandad puede inducir a otros a repetir el intento, con la esperanza de obtener otra vez la impunidad. Se habla mucho de corrupción, pero se habla menos de impunidad. Cuando hay corrupción, el transgresor tuerce el sentido de la ley en beneficio propio. Cuando hay impunidad, no recibe el castigo que le correspondería por haberlo hecho o por haberlo intentado.

En este sentido, ¿cuál es el mal colombiano? La corrupción es un mal general, y también podría decirse que abunda entre nosotros. La impunidad, en cambio, nos afecta particularmente como la sociedad desorganizada que somos, como una sociedad a la que Rawls llamaría “mal ordenada”, en donde más aún que las irregularidades de cada día campearía la desconexión entre el mal que cometemos y sus consecuencias para con nosotros mismos y para con los demás.

¿Cómo ha sido la contabilidad de nuestra historia? Ocurre, por lo pronto, que no hay un solo balance sino muchos, cada cual atado a una perspectiva generacional. Desde el momento que ganó varias veces en el pasado, Estados Unidos ha sido un país ganador. ¿Lo seguirá siendo? Venezuela también fue un país ganador hasta el siglo pasado. Hoy, el hambre, la corrupción y una ideología muerta hace años, la descuartiza. El dilema no es tanto, quizás, ganar o perder, sino ser lo que debamos ser, en dirección de nuestra propia esencia. Pero la pregunta central es: ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra verdadera identidad? ¿Podemos aspirar a ser lo que en verdad somos si todavía no lo sabemos? El dilema de nuestra identidad, ¿cuándo se resolverá? Las virtudes teologales, sabemos que son tres. Fe, esperanza y caridad. Al fin de esta reflexión, quisiéramos acentuar la esperanza, que mira hacia un futuro por definición incierto. Los países maduros, que ya tienen un pasado cierto, viven como los Estados Unidos en un pletórico presente. Los países de antaño tienen la memoria de lo que ya han logrado, tal como Francia. ¿Y qué nos queda a los países nuevos? Nos queda la esperanza.

Si nos ponemos a examinar lo que nos ha tocado a los colombianos en este reparto imaginario, no nos ha ido tan mal. Tenemos poco pasado. Tenemos un presente apenas incipiente. Somos en consecuencia casi todo futuro. Lo nuestro, recién está por comenzar. Sería ridículo pretender ese largo pasado del que todavía carecemos. Apenas contamos con un breve presente y un exiguo pasado.

Para ser, las naciones nacen a su propio destino. Un destino único, singular. Una estrella más en el cielo de la historia. Sin agravios con los vecinos, sin forcejeos con los competidores. Como dijo el Papa, por algo nos tocó desempeñar este papel. Por algo y para algo. Para cumplir aquello en virtud de lo cual los colombianos hemos nacido.

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