Sospechoso…

Robert Shaves Ford

Cruzaba el puente Waterloo cuando un hombre que pasó a su lado le pinchó la pantorrilla con la punta de su paraguas. Aceptó las disculpas del transeúnte por ese hecho aparentemente accidental, pero un par de horas más tarde, Georgi Markov se retorcía de dolor.

Tres días después, murió aquel dramaturgo búlgaro que se había exiliado en Londres. La nomenclatura encabezada por Todor Zhivkov había enviado al agente más letal de la Darzhavna Sigurnost (Seguridad del Estado) para asesinar al célebre disidente.

Muchos disidentes y espías del orbe comunista fueron envenenados, como Georgi Markov sobre un puente del Támesis. Otros recibieron el veneno de diferentes modos. Lo que está claro desde mediados de la Guerra Fría, es que si una persona enemistada con el poder soviético, de repente empezaba a agonizar sin que los médicos detecten el mal, lo lógico era sospechar de envenenamiento.

Sucede que los químicos del KGB eran expertos en producir venenos imperceptibles. Tan expertos que, finalmente, bastaba con que alguien muriera sin que se entienda de qué, para saber que lo había asesinado el espionaje con sede en Lubyanka, aquel inmenso edificio moscovita donde estaba el cuartel general del KGB.

Como a Georgi Markov, el exespía ruso Alexander Litvinenko fue envenado en Londres. Llevaba seis años de exilio, por haber denunciado que el Kremlin ordenó al FSB (inteligencia rusa) que asesinaran al magnate opositor Boris Berezovsky.

Trabajaba para Scotland Yard y el MI-6 en la lucha en contra de las mafias rusas. En ese rubro, asesoraba también al CNA (servicio de inteligencia español). Pero ni toda la experiencia acumulada en el cuerpo de contrainteligencia ni lo que aprendió en la Academia de Inteligencia Contramilitar, lo ayudó a detectar el plan puesto en marcha por el FSB para eliminarlo.

Ya agonizaba cuando le cayó la ficha de que había sido envenado durante una reunión infiltrada por el Servicio Federal de Seguridad, sucesor del KGB.

Por aquella gota de Polonio 210 que pusieron en el vaso de Litvinenko, un juez británico se atrevió a señalar nada menos que a Vladimir Vladimirovich Putin, el nombre que había mascullado en su lecho de muerte el agente que más denuncias por corrupción y por crímenes hizo contra el jefe del Kremlin y contra el ex KGB.

No se trata del dictador de un país marginal, como Omar al Bashir, presidente de Sudán, quien no puede salir de ese país africano porque lo encarcela la Interpol. Se trata del presidente de una potencia gigantesca y protagónica. Aunque la caída del precio internacional de los hidrocarburos redujo su peso en la economía mundial, Rusia sigue siendo Rusia. Un gigante que puede sacudir al mundo.

No suena extraño. Vladimir Putin creó el esquema por el que otorgaba licitaciones archimillonarias a empresarios amigos, a cambio de que invirtieran parte de las exorbitantes ganancias en la compra de medios de comunicación, para que apoyen su gobierno y ataquen a sus críticos y adversarios.

Ese esquema se replicó en varios populismos latinoamericanos, añadiendo el testaferrato de los empresarios bendecidos.

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