El lamento de Europa

Robert Shaves Ford

Suele argumentarse que los proyectos colectivos necesitan némesis externos para reencontrar su razón de ser cuando por fracasos, divisiones o inercia, ésta se diluye. Así ha sucedido con imperios, naciones, repúblicas y democracias asediadas. Transcurridos esos dramáticos momentos unificadores, vuelve la implacable normalidad y el declive. La unidad tiende a marchitarse y, bajo la apariencia engañosa de proclamaciones de destino compartido, subyacen las fracturas que suelen condenar a una comunidad política a la decadencia o desaparición. Las dictaduras y modelos autoritarios son susceptibles a estos procesos de descomposición cuanto mayor sean sus contradicciones (como averiguó Gorbachov). Los sistemas democráticos también son frágiles tras la derrota del enemigo unificador, si han perdido el compás común ante las tensiones causadas por prioridades políticas, sociales o económicas divergentes. EE.UU. podría estar asomándose a ese escenario. Ese es también un riesgo para Europa asediada por némesis externos e internos. Centrando todas sus energías en frenar a los eurófobos y responder ante la presión de Trump o Putin, podríamos cometer el error de soslayar que, uno, figuras como Le Pen, más allá de amistades peligrosas y campañas de desinformación, tienen mayor éxito cuanto mayores son las grietas. Dos, que UE arrastra una crisis de gobernanza anterior a la llegada de este frente de demagogos y autoritarios. La actual es una emergencia para la continuidad de una Europa que es infinitamente mejor que esa otra nacionalista y hostil, y no mejor es el orden europeo que el desorden de geopolítica sin ley que nos traen Trump, Putin o Erdogan. Los demagogos y autoritarios deben ser derrotados. Pero los líderes no deberían convertirles en una excusa, soslayando los problemas estructurales que los catapultan. Los europeístas podrían caer en la misma trampa que los populistas. Si éstos han hecho de la UE -y de la globalización, inmigración y democracias abiertas- el Mal de males, es también problemático que muchos europeístas enfaticen en Europa, y la idea de más Europa, como respuesta y solución no sólo frente a la amenaza populista, sino además frente a la ansiedad social resultante de la globalización y sus cambios, la inseguridad reinante. Imaginemos que en vez de un 2017 apocalíptico, tras el ejemplo holandés, logren frenar esta ola de demagogos y xenófobos; que Le Pen no gane, la Liga Norte y Beppe Grillo no colmen expectativas y Alemania resista. Podríamos ver un nuevo impulso político a través de iniciativas a partir de la noción de una Europa flexible.

No es descartable que, al igual que cuando remitió la crisis de la eurozona, disminuyan los incentivos para adoptar decisiones de calado, en particular si conllevan elevados costes políticos. La tentación del statu quo es fuerte. Insistiendo en grandilocuentes iniciativas sin consensos políticos sólidos detrás, podríamos volver a darnos de bruces con la realidad de nuestras diferencias; peor, embarcando de nuevo a la UE en otro proceso ombliguista mientras el mundo gira.

Las némesis son shocks que nos ponen contra las cuerdas, pero también contra el espejo.

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