Esa enorme ventaja...

Robert Shaves Ford

La ventaja de ser presidente de los Estados Unidos es que puedes estar fracasando en todas y cada una de las medidas que llevabas en tu programa electoral y de pronto, alguien te da el menor pretexto y lanzas 59 tomahawks contra algo y lo reduces a cenizas y se consolida como el superlíder de la manada.

El acto es tan contundente, tan impactante, y se beneficia hasta tal punto de la incapacidad de los adversarios políticos para objetarlo, que de la noche a la mañana queda certificado como gobernante, estadista y comandante en jefe. Incluso quienes se hallan en la diana de los misiles reducen sus quejas al mínimo de oficio, y queda la sensación de que han recibido el mensaje, de que no lo volverán a hacer, de que a fin de cuentas le reconocen como el padre que les hace pagar las travesuras con un pescozón.

Tantos siglos de cultura, tanta diplomacia y tanto teórico del derecho internacional para que al final todo quede reducido a la capacidad de achicharrar al díscolo con esos misiles que llevan el nombre del hacha de los indios. En el Despacho Oval se ha instalado desde hace unos días el gusto satisfecho del poder, y no ha sido merced a ninguna mayoría arduamente forjada en el Capitolio, ninguna brillante maniobra política, ninguna propuesta legislativa providencial. Ha bastado con hacer lo que desde que los primates son primates acredita al que goza del derecho a conducir y mangonear al resto.

Esa misma semana, muy lejos de Washington, (en Caracas) otro aspirante a primate dominante aprovecha un acto burdo e irrisorio para reclamar su derecho a dictar a los demás lo que deben hacer. El gesto tendría ribetes cómicos, si no se produjera sobre una tragedia previa. Para dar al asunto todo el empaque posible, se recurre a lo de siempre, torcer el lenguaje, y se habla de “desarme”, de “entrega a la sociedad civil”, de “artesanos de la paz”.

Es curioso que quien fracasa trate de imponer su discurso, y quizá no existe un adjetivo para calificar a quien tras vivir del hacha aspira a convertirse en gestor privilegiado del tiempo en que ya no hay hacha ni mano que pueda blandirla. La audacia del empeño invita al desdén, pero no conviene subestimar a los temerarios. Sólo hay una manera de devolver a alguien así a su sitio: recordarle que la fuerza está donde está, y también la justicia; hacerle ver que indio sin hacha no exige nada, y que quien echó mano de ella para quedarse a medias y verse desarmado no tiene más futuro que reconocer el error y el daño, y arrostrar sus consecuencias. Que la indulgencia es potestad del que supo vencer, y no derecho del que muerde el polvo. Que gobernar a los demás con el tomahawk lo hace quien puede, y no quien quiere.

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