La corrupción de los antidemócratas

Robert Shaves Ford

La demostración dictatorial de la Constituyente de Nicolás Maduro es simplemente la última barbaridad, hasta la siguiente, que defenderán miembros de países y políticas afines. La última de un largo listado de atropellos a los derechos en Venezuela que, de forma reiterada, queda sin crítica por esos políticos. Esos partidos que, no dudan en defender tiranías, pasan por alto listados de más de cien muertos en manifestaciones o aplauden el encarcelamiento de opositores, y son los mismos que piden aquí el aislamiento de fuerzas plenamente democráticas por ser, sin más sentencia firme que su veredicto político, los partidos más corruptos de América.

Pero, ¿hay mayor corrupción que la de pretender tumbar una democracia? El sistema tiene que depurar la financiación corrupta de los partidos. Es evidente y la Justicia debe contar con el apoyo e independencia necesarios para combatir esa lacra. Pero también es evidente que no tiene nada que ver el grado de amenaza a la democracia que implica aumentar ilegalmente la financiación -si se demuestra judicialmente que se ha hecho- con el que de quien pretende hacer saltar la democracia representativa, el parlamentarismo, la separación de poderes o el más mínimo respeto a la Constitución y la legislación vigente, como hacen populistas y progresistas.

Así lo han entendido sistemas democráticos como el alemán o el francés, que se han blindado frente a este tipo de comportamientos con un mecanismo: el de la expulsión de las instituciones de los partidos que, más allá de violar una norma, desafían la continuidad plena del sistema democrático.

En Alemania existe la posibilidad de ilegalizar a un partido. Y no por financiación ilegal. Según el artículo 21 de su Constitución, la ilegalización se aplica por el TC a aquellas formaciones «anticonstitucionales» que busquen «perjudicar» o «eliminar» el orden democrático o «amenacen la existencia de la República Federal de Alemania». Desde el fin de la II Guerra Mundial se ha usado con el Partido Socialista del Reich y el Partido Comunista Alemán.

El Gobierno francés también lo ha aplicado: a través de una ley de 1936, modificada en 1972 y ampliada en 1980. La norma sitúa fuera de la ley a las «organizaciones que subviertan el orden público» y «fomenten la discriminación y propaguen el odio y la violencia raciales». Su aplicación ha servido para ilegalizar el movimiento independentista Iparretarrak, la Federación de Acción Nacional Europea, A Riscorsa -movimiento intependentista corso- y Al El Beit -por promulgar un Islam intolerante y fanático-.

Porque los países se defienden. De la corrupción. Y de lo que va más allá: del ánimo de destrucción democrática.

En Suramérica, Nicaragua, Bolivia, El Salvador y Ecuador parecen no entender esta realidad. Sus “gobernantes” están atornillados a las sillas presidenciales y su discurso político, bastante vago e insustancial, augura, según ellos, que si se van del poder, viene la muerte del país. Alguna gente les cree y a otra todo ello no le importa. Su vida es el momento y así transcurre el camino de la corrupción política y la lenta muerte de la democracia.

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