¿Putin por siempre?

Robert Shaves Ford

Vladimir Putin es un déspota que, mientras tenga el poder, hará del Estado de Derecho y de la institucionalidad republicana el ropaje que cubre la naturaleza autocrática de su Gobierno.

Pero no es un déspota más entre los tantos que han habitado el Kremlin. Con la astucia de un lobo siberiano y la sangre fría de Iván el Terrible, ha reconstruido el orgullo nacionalista ruso y lo ha convertido en su fortaleza inexpugnable.

Primero le curó las heridas que le habían causado los afganos. Después lo vengó a sangre fuego de la derrota frente a los independentistas chechenos en la primera guerra del Cáucaso.

Con expansiones territoriales siguió alimentando el nacionalismo ruso. Primero sacando al ejército georgiano de Abjasia y Osetia del Sur, y después devolviendo a Rusia su perla del Mar Negro que Nikkita Jrushev había entregado a Ucrania en la era soviética: la península de Crimea y su estratégico puerto de Sevastopol.

El nacionalismo ruso rescataba el orgullo imperial que había quedado sepultado en los escombros de la URSS y había sido avergonzado por las borracheras y desvaríos de Boris Yeltsin. Con Putin, el pueblo ruso volvía a sentirse protegido por un líder implacable. Ese que respondía con masacres a los atentados y las incursiones terroristas.

Sólo quedaba restañar la proyección imperial que Estados Unidos le había recortado en las guerras de Bosnia-Herzegovina y Kosovo, donde cayó doblegado el eslavismo pro-ruso que expresaba Serbia.

La intervención militar en Siria le devolvió la confianza al gigante eslavo que había tenido que observar impotente como se terminaba de desmembrar Yugoslavia y la OTAN demolía el régimen de Slobodan Milosevic.

Salvando el gobierno de Bashar al Asad cuando parecía acabado, Vladimir Putin obtuvo el primer resonante éxito militar de Rusia lejos de sus fronteras.

Mientras restauraba el prestigio del ejército en los campos de batalla y preparaba el reinicio de la carrera armamentista produciendo un misil para doblegar los escudos defensivos norteamericanos, el jefe del Kremlin planteaba su ofensiva más importante y global: lanzar acciones en las redes para influir en resultados de comicios y plebiscitos realizados en cualquier parte del planeta. Los Estados Unidos sintieron ese ataque, Alemania logró frenarlo parcialmente, pero todo occidente sabe que el poder cibernético de Rusia además de poder alterar elecciones puede sustraer del sistema financiero datos y fondos que salen de los bancos hacia puntos hasta ahora indeterminados.

Como es casi usual occidente solo se “altera” un poco y luego se “olvida”, pero la estrategia de Putin se extiende, llega a lo que hace años la toxiconoma Lucrecia Borgia y su hermano, practicaron con éxito sobre sus enemigos. ¿Una nueva Guerra Fría está en puerta? ¿Irá Putin a la Casa Blanca?

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