Cómo anillo al dedo

Sinforoso

Nunca habían estado tan de moda los anillos, ni siquiera cuando se publicaron los primeros libros de Tolkien. Yo lo más cerca que he estado de un poderoso anillo, fue cuando me invadió una tenia intestinal, casi tan larga como el monstruoso animal costeño que refirió el ex senador Ferro, en su popular vídeo.

Por las redes sociales hay una recua multitudinaria exigiendo respetar el derecho a la intimidad. Entre la manada se destacan muchos que hace solo un mes, pedían la cabeza de Otálora, lo que hace pensar que el crimen del ex Defensor del Pueblo, no solo es ser feo y no contar con unos labios carnosos como los de Ferro (ya me excite); sino ser heterosexual.

Con tanta política afirmativa, parece que la intimidad que debe protegerse es la Lgbti.

Esto no es una discusión de la vida privada del senador Ferro, con ese apellido tan potente, tan sólido, tan macizo, que contrasta con el nombre tan delicado del capitán Ányelo.

Uno ya crece marcado con ese nombre tan sensual, y además escrito con “Y griega”, como quien recuerda el Batallón Sagrado de Tebas. Escrito con Y de Yuca… eso es muy fálico.

Creo firmemente que lo que está en juego; no es la intimidad de algunos lúdicos senadores. Para empezar, las figuras públicas no tienen vida privada, como consecuencia, precisamente, de transitar la senda de lo público; y, generalmente, son muy bien remuneradas por dicha pérdida. Incluso se les protege con varios anillos de seguridad: me da escalofrío de solo pensarlo.

Acá, o en Estados Unidos, o en cualquier país del mundo, la vida privada de un político, o de un magistrado, o personalidades de responsabilidad similar, es un asunto de Seguridad Nacional, así se nos escandalice media Colombia empática y sensible. ¿Realmente alguién puede creer que un grupo de policías del alto rango, que atiende los requerimientos íntimos de, digamos, veinte senadores, está pensando en un ascenso? Entonces la muerte del señor Luis Eduardo Pinzón, en el 2008, conocido muy cercano del senador Ferro, o el enigmático suicidio de la alférez Lina María Zapata en el 2006, son el producto del temor a no recibir un sol en la solapa, para que le puedan decir a algunos generales: “mi solecito”.

Basta recordar al señor Edgar Hoover, director del FBI. Ocho presidentes intentaron destituirle y nunca pudieron, por todo lo que sabía de senadores, jueces, militares y políticos. ¿Cuántos contratos, acciones, omisiones, exenciones, crímenes e investigaciones engavetadas, cuentan con el beneplácito de figuras públicas con un pasivo íntimo de tal magnitud?

Preocupante el futuro del llamado “Cuarto Poder”. El periodismo que debe incomodar, que podría marcar la diferencia. La señora Dávila tuvo más cojones que el Presidente de la República, quien no pidió mayores investigaciones, o que los jueces que han archivado denuncias desde el 2006, o los fiscales que engavetaron graves indicios de homicidios desde hace una década, o que el país, tan preocupado por la esposa de Ferro, como si la frase: “La verdad, os hará libres”, careciera de valor.

Censuro del famoso vídeo, su falta de romanticismo. Los diálogos poco delicados de sus protagonistas, no pasarán a los anales de la literatura romántica: ¡Ay! dije “anales” y me volví a excitar.

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