Anti chévere, anti fútbol

Sinforoso

Y empezó la Copa América Centenario, donde los colombianos vamos a notar de una vez por todas, que ese ranking de la Fifa es más chimbo que el plan de ajuste fiscal de la UT. Pertenezco a la inmensa minoría para la que este deporte no representa ni media emoción. No es odio, tedio, ni siquiera fastidio. Es simple indiferencia, de la buena.

Afirmar eso es casi como asumir que uno es necrofílico, o que Barreto le va a pavimentar 300 vías a Jaramillo: ¡Es todo un escándalo! Cada vez que, en la radio/TV, un ser humano narra/comenta un cotejo futbolístico, en mi cabeza resuena lo que le debe resonar al rector de la UT cuando le hablan de cancelar los cientos de contratos con que se apalancaron las elecciones a la gobernación del trapo rojo… así mismito… no resuena nada.

Algo pasa en el inconsciente de los anti-futboleros, cuando oímos, en lontananza, el radio del celador del vecino; algo que nos deprime. El resto del mundo, en cambio, se come las uñas, sostiene la respiración, en éxtasis, esperando que el equipo de sus amores (y de sus apuestas) meta la meta (goal, en inglés).

No sé si mi anti chévere situación con el fútbol haya sido producto de una nefasta experiencia en la niñez. Cuando tenía 6 años, los amiguitos del barrio alineaban sus improvisados equipos justo en la acera frente de mi casa. Después del consabido pico y pala y la elección de los respectivos jugadores, yo me quedaba sentado sin entender por qué nadie me escogía. Luego decían: “Sinforoso al Gol”, y me tocaba esperar 40 minutos sentado, a ver si alguien metía el tal gol; como si todos prefirieran no contar con mis limitados aportes físicos.

En cierta ocasión, porque el ritual así lo dictaba en los penaltis, el más fuerte de los jugadores contrarios pateó la pelota directo al “arco” (dos ladrillos delante de un poste). La esfera cueruda se estrelló contra mi frentaza; y, por cosas de la inercia, mi cabeza y el cuerpo que ella encabezaba, se fueron de parietal contra el poste. Dolió. Lloré. Hubo chichón. Por pura salud mental y parietal, me alejé de ese deporte.

Mientras fui creciendo, veía cómo todos mis amiguitos eran atrapados por la vorágine del balompié, el cual pateaba sus emotividades y absorbía sus ocios, ya fuera como espectadores o como oficiantes aficionados… y yo, ni fu ni fa ni Fifa. Cuando llegué a los 18, me puse frente a un televisor, lo que para la fanaticada era un ritual de triunfo/agonía, para mí no era más que una batalla entre moscas. La pantalla era un acuario; y dentro de él, 22 peces yendo y viniendo aleatoriamente.

Aburrido. Absurdo. Además, no entendía como medio departamento del Tolima, era hincha del Nacional. Supongo que por nuestra fama de aguerridos macheteros. A mí nunca me gustaron ni las puñaletas ni la bareta, y por eso tampoco me entusiasmaba ser hincha del “verde”.

Hoy, por más que intento soportar un partido para congraciarme con mis semejantes, trato de pararle bolas al menos durante el primer tiempo… y sólo veo a una veintena de extraños que no son nada mío, que no me representan, que sufren por ellos mismos, por su cheque, por su ego, por sus respectivas familias y amigos.

Pero qué le vamos a hacer… ¡Que ruede el balón y empiece la Copa América!

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