Los niños del Caquetá

libardo Vargas Celemin

Los hermanos Vanegas tal vez nunca oyeron hablar de la matanza que, según la Biblia, ocurrió en la antigüedad, en los alrededores de Belén, donde el rey Herodes ordenó la muerte de todo infante menor de dos años. Estoy seguro de que tampoco escucharon a sus padres hablar de la Cuarta Cruzada, donde murieron más de 10 mil niños camino a Niza. Mucho menos del millón y medio de judíos, polacos, gitanos y demás, que fueron víctimas de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Deinner, Laura Jimena, Juliana y Samuel Vanegas Grimaldo nada sabían del pacto de la Unicef por reducir a 31 por mil el número de niños muertos en 2015. Mucho menos, que 21 niños mueren por minuto en el mundo, debido a diversas causas, especialmente la violencia contra los que el pensador norteamericano Emerson llamó “el recurso más importante del mundo y la mejor esperanza para el futuro”.

En la fatídica madrugada del pasado jueves llegaron los asesinos a la humilde morada ubicada en la vereda El Cóndor, de Florencia. Nada pudieron hacer las hojas de lulo y sus espinas ubicadas a la entrada de la casucha, para detener el paso de los criminales. Ninguna resistencia hicieron las débiles paredes de madera. Tal vez los perros ladraron sin convicción, mientras los cuatro niños, cuyas edades oscilaban entre los cuatro y los 17 años, se removían adormilados para poder encajar sus cuerpos entre los colchones raídos de sus camas.

Los asesinos actuaron con rapidez. Les bastó descargar con precisión la carga de sus armas sobre las cabezas sorprendidas de los infantes. La muerte los atenazó sin que entendieran el por qué. Julián, el mayor, fugazmente intentó asociar la llegada abrupta de dos sombras, con las demandas que sus padres habían hecho a los vecinos por defender un territorio ajeno. En fracción de segundos la sangre obnubiló su mirada y se perdió en los meandros del sueño eterno. Laura Jimena, con sus 10 años cultivando esperanzas, alcanzó a gemir, pero al igual que las voces de auxilio que habían hecho sus padres a las autoridades, su llanto reprimido no tuvo respuesta alguna.

A Deinner el impacto sobre su cráneo no le permitió ningún gesto, en cambio su otro hermano logró sobrevivir, él alcanzó a fingir que estaba muerto para seguir viviendo y convertirse así en la memoria desesperada de una tragedia.

El pueblo de Florencia salió a las calles a reclamar justicia, la misma que había sido negada a los padres con anterioridad, la misma que no se logrará si no se reparte el territorio entre quienes lo merecen, la misma que seguirá ciega, mientras la estulticia nuestra sigue permitiendo que se asesine su futuro.

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