Réquiem por una carcajada

libardo Vargas Celemin

Desde hace unos 30 años, los vecinos de un sector de la octava etapa del Jordán veníamos siendo despertados por las alegres carcajadas de un hombre jovial, que pese a su edad, recibía el amanecer de cada día con un saludo fraterno y convertía cada palabra en una carcajada estrepitosa, mientras barría el frente de su tienda y ponía en los árboles cercanos frutas a los pájaros extraviados que lo visitaban.

Don Cristóbal había emigrado en busca de un mejor futuro hacia Ibagué. Partió un atardecer de Prado, donde había recibido el respeto y reconocimiento de sus paisanos, los mismos que lo eligieron dos veces concejal y lo tuvieron como uno de sus hijos predilectos.

Con su típico sombrero tolimense, un dejo en su dicción y lentitud en sus movimientos, se posesionó como auténtico tendero. Transportó los imaginarios y los productos del pueblo y llenó una vitrina con cachivaches que rara vez preguntaban por ellos. Surtió los anaqueles con productos de consumo popular y en unas canastas ubicó las infaltables achiras y almojábanas traídas de Castilla.

La mañana se le iba en atender clientes, generalmente amas de casa con quienes actualizaba noticias y uno que otro alcohólico que recibía estoicamente la perorata por madrugar a beber. También hablaba con proveedores. Guardaba celosamente dos cuadernos con hojas manchadas, donde consignaba las cifras del “Debe”, que cada vez era mayor.

En las tardes, una pequeña mesa y dos o tres taburetes servían de escenario a la tertulia permanente. Llegaban entonces los pensionados a contar sus achaques y a maldecir las EPS; los antiguos servidores públicos a hablar de sus heroicas realizaciones y a jugar una partida de “tute” o de dominó. También alternaba una que otra mujer para contar la desgracia que estaba atravesando con su hijo o para susurrarle al oído, las aventuras de la vecina recién llegada. Don Cristóbal recepcionaba siempre esta información con una carcajada, pero jamás publicó dichos comentarios. Profundamente religioso, se jactaba de haber participado muchas veces en el lavatorio de pies de las semanas santas y reía estruendosamente contando anécdotas de este ritual.

Este personaje administraba empíricamente esa tienda de barrio que hace parte de los más de 400 mil negocios registrados. No necesitó calculadora, porque su cerebro mecanizó las sumas de escasos dígitos y las restas de billetes de poca denominación. Vivió para servir, en un oficio que no ha podido ser abolido por la globalización y los grandes embates de los hipermercados. Su falta de títulos académicos la convalidó con la humildad, la solidaridad y una alegría, cuyas carcajadas extrañaremos por siempre.

Don Cristóbal hace parte de esos “infinitos héroes desconocidos”, de los que “Whitman dijo que “valen tanto como los grandes héroes”.

lcelemin2@gmail.com

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