¡Ajá comandante!

libardo Vargas Celemin

Cuando escribía mi artículo semanal sobre las armas químicas, siempre tuve presente la imagen de un hombre que, desde hace muchos años me había hablado del gas mostaza, del napalm, el cloro, el gas pimienta y de todos aquellos inventos para destruir la vida del ser humano en la Tierra. Parece que ese maestro que hizo de su vida una cátedra inextinguible contra los sistemas asesinos que hoy fungen de defensores de la vida, en esos mismos momentos se estaba despidiendo para volver a la madre tierra y cumplir su promesa de “Burlarse del verdugo y morir antes de que se ejecute la condena”, antes de que la guerra nuclear eructe sus gases nauseabundos y antes que la tierra arda hasta convertirse en pavesa.

¡Ajá comandante! Era siempre su saludo y se detenía para hacerme uno de sus comentarios certeros, para hablarme de las últimas medidas administrativas locales, para comentarme rápidamente un libro, hablar de una experiencia vivida en su última gira por el planeta o a explicarme cómo el calentamiento global estaba enloqueciendo la floración de los ocobos. A veces durábamos hasta una hora en tertulia por los pasillos de la UT, otras era simplemente el saludo y la promesa de sentarnos un día con más tiempo para evocar a esa Ibagué pueblerina de los años setenta, cuando él se atrevió a desafiar la pacata sociedad ibaguereña, promocionando un libro con el título de “La putería” y el Consejo municipal intentó declararlo persona no gata por el mismo hecho.

Gonzalo Palomino Ortiz se convirtió para los tolimenses en el referente incuestionable en asuntos de medio ambiente. Nació cerca de “las playas de amor en Chimichagua”, viajó a estudiar a Barranquilla, trabajó en Nariño y Casanare, hasta que llegó a la UT. Siempre lo conocí acompañado de una mochila arhuaca, una camisa desabrochada, una boina y una sonrisa. Era Ingeniero Agrónomo y tal vez por eso asumió su papel de expandir la semilla de la ciencia y el sentido común por varios países, porque su prédica no era simplemente parroquial, sino que su proyección a través de sus libros, artículos, conferencias y diálogos con comunidades, lo convirtieron en ciudadano del mundo, hasta el punto de haber recibido varios reconocimientos, entre ellos el Premio Global 500 otorgado por la ONU en 1988, entregado en Londres.

De Camilo Torres, con quien estuvo en un proyecto del “Frente Unido”, recibió la noche anterior a su partida para las montañas de Santander, una cámara fotográfica que él siempre guardó como un símbolo y un trofeo que debía refrendar con el trabajo, ya no como el registro de una “ecología romántica” sino la denuncia del desastre avasallador de “una tecnología que el capitalismo convierte en herramienta de mercado”.

¡Ajá Comandante! Feliz viaje.

lcelemin2@gmail.com

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